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—Billy, ¿qué haces aquí arriba? —preguntó tío Al. Llevaba pantalones cortos
verdes de campamento y una camiseta blanca sin mangas que dejaba al descubierto sus
brazos gruesos y sonrosados. Sostenía en la mano una tablilla llena de papeles—. ¿Dónde
tenías que estar?
—Es que… es que quería hacer una llamada telefónica —tartamudeé,
retrocediendo un paso—. Quería llamar a mis padres.
Me miró con suspicacia y se acarició con un dedo el amarillento bigote.
—¿De veras?
—Sí. Sólo para saludarles —le dije—. Pero el teléfono…
Tío Al siguió mi mirada hasta el teléfono de plástico y rió entre dientes.
—Alguien puso eso ahí para gastar una broma —dijo, dirigiéndome una sonrisa
—. ¿Has picado?
—Sí —admití, poniéndome colorado. Levanté los ojos hacia los suyos—. ¿Dónde
está el teléfono de verdad?
Se desvaneció su sonrisa, y su rostro adquirió una expresión seria.
—No hay teléfono —replicó con sequedad—. A los campistas no les está
permitido llamar al exterior. Es la norma, Billy.
—Oh. —No sabía qué decir.
—¿Tienes añoranza? —me preguntó con voz suave.
Asentí con la cabeza.
—Bueno, pues escríbeles una larga carta —dijo—. Eso hará que te sientas mucho
mejor.
—De acuerdo —respondí. No creía que eso me hiciera sentirme mejor, pero
quería alejarme de tío Al.
Él levantó su tablilla y examinó los papeles.
—¿Dónde tenías que estar ahora? —preguntó.
—Jugando al pichi, creo —respondí—. No me encontraba muy bien, así que…
—¿Y cuándo es tu excursión en canoa? —preguntó sin escucharme. Fue pasando
las hojas de papel que llevaba sujetas a la tablilla, examinándolas rápidamente.
—¿Excursión en canoa? —Yo no había oído nada sobre ninguna excursión en
canoa.
—Mañana —dijo, respondiendo a su propia pregunta—. Tu grupo va mañana. ¿Te
hace ilusión? —Bajó sus ojos hacia los míos.
—Yo…, la verdad es que no me había enterado —confesé.
—¡Es una gozada! —exclamó con entusiasmo—. Aquí el río no parece gran cosa,
pero unos kilómetros más abajo se pone emocionante. Te verás metido en unos rápidos
estupendos.
Me apretó brevemente el hombro.
—Te gustará —dijo sonriendo—. Todo el mundo disfruta una barbaridad con la
excursión en canoa.
—Estupendo —dije. Intenté parecer un poco entusiasmado, pero la voz me salió monótona e insegura.
Tío Al agitó la tablilla con un gesto de despedida y se alejó a grandes zancadas,
dando la vuelta al pabellón. Me lo quedé mirando hasta que desapareció por la esquina
del edificio. Después comencé a bajar la colina en dirección a la cabaña.
Encontré a Colin y Jay en la hierba. Colin se había quitado la camisa y estaba
tumbado de espaldas, con las manos debajo de la cabeza. Jay se hallaba sentado a su lado,
con las piernas cruzadas, arrancando nerviosamente finos manojos de hierba y tirándolos
luego.
—Vamos adentro —les dije, mirando en derredor para cerciorarme de que nadie
podía oírnos.
Me siguieron al interior de la cabaña. Cerré la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Colin, dejándose caer en una de las literas inferiores.
Cogió su pañuelo rojo y lo retorció entre las manos.
Les conté mi encuentro con Dawn y Dori y lo que me habían dicho sobre el
campamento de las chicas. Colin y Jay reaccionaron con sorpresa.
—¿Realmente vinieron nadando hasta aquí y te esperaron? —preguntó Jay.
Asentí con la cabeza.
—Ellas piensan que nos tenemos que organizar para escaparnos o hacer algo —
dije.
—Podrían meterse en un buen lío si las cogen —dijo Jay pensativo.
—Todos estamos metidos en un buen lío —repliqué—. ¡Tenemos que salir de
aquí!
—La semana que viene es el Día de los Visitantes —murmuró Colin.
—Ahora mismo voy a escribir a mis padres —dije, sacando de debajo de mi litera
la caja en la que guardaba papel y bolígrafos—. Les voy a decir que tengo que irme a
casa el Día de los Visitantes.
—Me parece que yo también me iré —apuntó Jay, tamborileando nerviosamente
con los dedos en el borde de la litera.
—Y yo —añadió Colin—. Este sitio es demasiado…, no sé…, extraño.
Saqué un par de hojas de papel y me senté en la cama para escribir.
—Dawn y Dori estaban realmente asustadas —les dije.
—Yo también estoy asustado —confesó Jay.
Empecé a escribir mi carta. Escribí: «Queridos papá y mamá, ¡SOCORRO!» y me
detuve. Levanté los ojos y miré a Jay y Colin.
—¿Sabéis vosotros lo de la excursión en canoa de mañana? —pregunté.
Se me quedaron mirando, sorprendidos.
—¡Jo! —exclamó Colin—. ¿Una marcha de cinco kilómetros esta tarde y una
excursión en canoa mañana?
Esta vez fui yo el sorprendido.
—¿Marcha? ¿Qué marcha?
—¿Tú no vienes? —preguntó Jay.
—¿Conoces a Frank, ese monitor tan alto que lleva una gorra amarilla? —
preguntó Colin—. Pues él nos ha dicho a Jay y a mí que después de comer haremos una
marcha de cinco kilómetros.
—Nadie me ha dicho nada —respondí, mordisqueando el extremo del bolígrafo.
—A lo mejor es que tú no estás en el grupo de la marcha —dijo Jay
. —Será mejor que se lo preguntes a Frank durante la comida —sugirió Colin—.
Quizá tú también tienes que venir pero no te encontró para decírtelo.
Lancé un gemido.
—¿Quién quiere hacer una marcha de cinco kilómetros con este calor?
Colin y Jay se encogieron de hombros.
—Frank dijo que nos gustaría —aseguró Colin, anudando y desanudando el
pañuelo rojo.
—Yo lo único que quiero es largarme de aquí —declaré, volviendo a mi carta.
Escribía con rapidez, intensamente. Quería contarles a mis padres todas las cosas
extrañas y aterradoras que habían sucedido. Quería que comprendieran por qué no podía
quedarme en el campamento.
Había escrito casi una página y media y me disponía a relatar lo sucedido cuando
Jay y Roger fueron a explorar la Cabaña Prohibida, y en eso que de pronto entró Larry.
—¿Os estáis tomando el día libre? —preguntó, pasando la vista de uno a otro.
—Sólo estamos pasando el rato —respondió Jay.
Yo doblé la carta y empecé a meterla debajo de la almohada. No quería que Larry
la viese. Me di cuenta de que no confiaba en absoluto en Larry. No tenía ninguna razón
para confiar en él.
—¿Tú qué estás haciendo, Billy? —preguntó con suspicacia, al tiempo que
posaba la vista en la carta que yo estaba metiendo debajo de la almohada.
—Estoy escribiendo a casa —respondí en voz baja.
—¿Tienes morriña, o qué? —preguntó sonriendo.
—Tal vez —murmuré.
—Bueno, ya es la hora de comer, muchachos —anunció—. Vamos a darnos prisa.
Saltamos todos de nuestras literas.
—He oído que esta tarde Jay y Colin van a salir de marcha con Frank —dijo
Larry—. Chicos con suerte. —Se volvió y se dirigió hacia la puerta.
—¡Larry! —le llamé—. Eh, Larry, ¿y yo? ¿Yo también tengo que ir de marcha?
—Hoy no —respondió.
—¿Por qué no? —pregunté, pero Larry ya había desaparecido por la puerta.
Me volví hacia mis dos compañeros de cabaña.
—¡Chicos con suerte! —me burlé.
Los dos soltaron un gruñido a modo de respuesta. A continuación nos
encaminamos hacia la colina para la comida.
Había pizza, que suele ser el plato que a mí más me gusta, pero la pizza estaba
fría y sabía a cartón, y el queso se me quedaba pegado al paladar.
La verdad era que no tenía hambre. No dejaba de pensar en Dawn y Dori, en lo
asustadas y desesperadas que estaban. Me pregunté cuándo las volvería a ver. Me
pregunté si volverían a cruzar a nado el río y a esconderse en el campamento de los
chicos antes del Día de los Visitantes.
Después de comer, Frank se acercó a nuestra mesa para recoger a Jay y Colin. Le
pregunté si yo también tenía que ir.
—Tú no estabas en la lista, Billy —respondió, rascándose una picadura de
mosquito que tenía en el cuello—. Sólo puedo llevar dos al mismo tiempo, el camino es
un poco peligroso.
—¿Peligroso? —exclamó Jay, levantándose de la mesa.
Frank le dirigió una sonrisa.
—Tú eres un tipo fuerte —le dijo—. Lo harás bien.
Me quedé mirando cómo Frank salía del comedor, seguido por Colin y Jay. Ahora
nuestra mesa estaba vacía; sólo quedaban dos chicos rubios que echaban un pulso en el
extremo, cerca de la pared.
Aparté mi bandeja y me levanté. Quería volver a la cabaña para terminar de
escribir la carta a mis padres. Pero cuando había dado unos pasos en dirección a la puerta
sentí que una mano se posaba en mi hombro.
Me volví y me encontré con Larry, que me sonreía.
—Torneo de tenis —dijo.
—¿Qué? —exclamé con sorpresa.
—Billy, tú representas a la cabaña 4 en el torneo de tenis —me informó Larry—.
¿No has visto la lista de participantes? Está en el tablón de anuncios.
—¡Pero yo juego muy mal al tenis! —protesté.
—Contamos contigo —replicó Larry—. Coge una raqueta y preséntate en las
pistas.
Pasé toda la tarde jugando al tenis. Gané sin esfuerzo a un chico más pequeño que
yo, que no consiguió hacer un solo set. Me dio la impresión de que el pobre no había
cogido una raqueta en su vida. Luego perdí un largo y reñido partido que disputé con uno
de los chicos rubios que estaban echando un pulso en el comedor.
Cuando terminó el partido, chorreaba de sudor y me dolían todos los músculos.
Me dirigí al río para darme un baño y refrescarme.
Después regresé a la cabaña, me puse unos téjanos y una camiseta verde y blanca
del campamento, y terminé la carta a mis padres.
Era casi la hora de cenar. Jay y Colin aún no habían vuelto de su marcha. Decidí
subir al pabellón y echar mi carta al correo. Mientras subía la colina, vi grupos de chicos
que se dirigían apresuradamente a sus cabañas para cambiarse de ropa para la cena, pero
no había ni rastro de mis dos compañeros.
Con la carta fuertemente agarrada en la mano, me dirigí a la parte posterior del
pabellón, donde se hallaba situada la oficina del campamento. La puerta estaba abierta,
así que entré. Por lo general detrás del mostrador había una mujer joven para informar y
recoger las cartas destinadas al correo.
—¿Hay alguien? —pregunté, inclinándome sobre el mostrador y atisbando en la
pequeña habitación del fondo, que se hallaba a oscuras.
No hubo respuesta.
—¡Eh! ¿Hay alguien? —repetí, agarrando con fuerza el sobre.
No había nadie. La oficina estaba vacía.
Cuando me disponía a marchar, decepcionado, vi la voluminosa saca de arpillera
que yacía en el suelo, a la entrada del pequeño cuarto del fondo. ¡La saca del correo!
Decidí meter en ella mi carta, junto con las demás destinadas al correo. Di la vuelta al
mostrador, me dirigí al cuartito y me agaché para introducir mi sobre en la saca.
Me sorprendió que estuviera abarrotada de cartas. Al abrirla para meter dentro la
mía, cayeron varias cartas al suelo. Las estaba metiendo de nuevo, cuando de pronto una
de ellas atrajo mi atención. Era mía. Dirigida a mis padres. Una carta que había escrito el
día anterior.
—Qué raro —murmuré.
Me incliné sobre la saca, metí en ella la mano y saqué un grueso puñado de cartas.
Las examiné rápidamente y encontré una escrita por Colin.
Saqué otro montón y mis ojos se posaron sobre otras
dos cartas que yo había escrito hacía casi una semana, a mi llegada al
campamento. Me las quedé mirando fijamente mientras un escalofrío me recorría la
espalda. Todas nuestras cartas, todas las cartas que habíamos escrito desde el primer día
de campamento estaban allí, en aquella saca. Ninguna de ellas había sido enviada al
correo. No podíamos llamar a casa. Y no podíamos escribir a casa. Frenéticamente, con
manos temblorosas, empecé a meter de nuevo las cartas en la saca.
¿Qué está pasando aquí?, me pregunté. ¿Qué está pasando?

Pánico En El CampamentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora