La procesión del poeta

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Clara le hizo un gesto con la cabeza. Tenían que irse. Era hora de regresarlo a su tiempo. Aunque le partiera el alma.

Dalí no se despertó cuando el poeta se levantó. Y tampoco lo hizo cuando esté besó sus labios delicadamente.

Clara y Lorca desaparecieron en un remolino de luz azul.

Dalí. Al despertar a la mañana siguiente, pensó que todo había sido un sueño.


Tocamos el suelo de su casa en Granada. Le había preparado para todo lo que se le venía encima. El dolor iba a ser muy grande. Pero por lo menos no estaría solo. Había hecho su propia procesión. Yo sé que a él le hubiera gustado visitar a otras personas: amigos, familia...

Pero no podíamos provocar más dolor.
Federico García Lorca había muerto. Y eso, era algo que no podría cambiar.

Sus ojos en los míos decían más que todas sus palabras inventadas, más que todos sus poemas o todas sus canciones

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Sus ojos en los míos decían más que todas sus palabras inventadas, más que todos sus poemas o todas sus canciones. Ya no quedaban lágrimas en nuestros ojos que derramar. Habíamos llorado lo suficiente en esta vida como para preocuparnos por la siguiente.

Lorca se inclinó sobre mi mano y la rozó con sus labios.
- Al igual que no me preocupé por nacer, no me preocupa morir.
Y yo. Yo, que siempre lo quise, que siempre lo admiré. No me pude resistir y me lancé a sus brazos. Aferrándome a su chaqueta, a su alma, a sus versos. Y no podía llorar, pero Dios. Dios. Necesitaba desgarrarme para sentir que mi dolor era igual al suyo. Y necesitaba ahogarme, para respirar el mismo aire que Lorca.
¿Qué iba a hacer yo ahora? Si sentía que el mundo se había consumido. Había derrumbado las barreras de lo imposible. Y había soñado despierta durante tanto tiempo...

Nos separamos de nuestro refugio. Ese abrazo que en segundos se había sentido como un hogar. Y el frío de la verdad, de la tristeza y de la incomprensión me golpeó de lleno.

Y desaparecí.
Antes de que notara que me
estaba derrumbando.

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