Uno

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Estaba a punto de culminar su última pieza —compuesta por él—. Adentrado en su música, tocaba cada tecla con parsimonia y a la vez gratitud. Se dejaba llevar como nunca antes, como con nadie pudo, como nunca permitió. Porque ahí, entre teclas y melodías, se sentía en paz. Ese, por muy increíble que pareciese, era su hogar.

A Ian Hudson no le hacía falta mirar partituras, porque todas yacían en su mente tatuadas. No permitía equivocarse cuando de tocar piano se tratase, ni desconcentrarse. Era, como si el mundo desapareciese o se esfumase y solo existiera en su imaginación: su piano y él.

Cerraba sus ojos, mientras inspiraba profundo y sonreía casi imperceptible, aunque no era una de sus virtudes. De hecho, no cree recordar la última vez que sonrió con sinceridad, porque gestos cordiales y falsos... de eso tenía un repertorio. Tal vez no estaba dispuesto a inmortalizar vivencias pasadas, dolía y vaya que lo hacía.

Hay recuerdos que desgarran tu alma, recuerdos que te abren las heridas y no valen la pena traer al presente.

Tocar su última nota le hizo exhalar el aire retenido, le costaba volver a la realidad. Al abrir los ojos —ahora empañados por el cúmulo de emociones atravesadas—, pestañear y fruncir los labios al sentir que una vez más todo acabó.

Hay refugios de todo tipo, cada persona es libre de escoger su vía de escape... muchos escogen deportes extremos, otros la religión, algunos las drogas; Ian...

A Ian lo escogió el piano. Sí, fue el instrumento que lo acogió como su tesoro más preciado, si él hubiese decidido; otra historia se relataría.

Alejó sus tensas manos y bajó el pie de del Unicordio*, tragó saliva y se levantó rozando las blancas. Dio la cara a sus espectadores, caminó hasta el centro de la plataforma y con un asentimiento seco, casi impredecible, agradeció. Se acomodó su esmoquin de cola negro, colocó sus adormecidas manos detrás de su espalda, giró sobre sus talones y erguido como una vara —siempre con su cabeza en alto—, salió.

Y es que Ian siempre fue así, seco, frío, distante... pianista.

En su camerino, se colocó su elegante abrigo y guantes de cuero del mismo color del traje. La noche reposaba fría por las fechas. Sumido en sus pensamientos y muerto de cansancio, salió del auditorio. Los dedos le escocían. En realidad no solo eso, todo su cuerpo pedía a gritos un poco de descanso. Tocar por casi dos horas y media no era muy cómodo A pesar de hacerlo con toda su pasión, las manos se le dormían y ardían, a eso sumándole la organización y todo lo previo, no era cualquier cosa. Menos para él, un perfeccionista de primera, que además nunca daba una interpretación sin su piano de cola negro con bordes de oro y detalles en blanco —que por supuesto, formaba parte de sus meticulosas exigencias—.

Llamó a Francesco, su viejo chofer y buen amigo, que lo esperaba con su característica paciencia en la parte de atrás. Por cuestiones simples, como que no le gustaba en absoluto que los periodistas de programas de cotilleo lo persiguieran preguntándole cosas. No es que era un personaje demasiado famoso, tampoco muy reconocido a nivel internacional, solo estaba considerado uno de los hombres más codiciados por ser guapo y uno de los más ricos en la ciudad. Ian posee una habilidad natural con el piano, que para muchos era casi mágico. Destreza y cualidad de la que se siente orgulloso. Le encantaría hablar de ello, pero nunca falta un medio que quiera conversar de otros temas más íntimos, de esos que él no está dispuesto a recordar, mucho menos divulgar.

Por nada del mundo contaría su historia, no porque sea la gran cosa, tampoco era un secreto de Estado, simplemente detestaría con todo su corazón que tergiversaran su verdad a conveniencia. Es un hombre muy celoso de su vida, de su historia, de su corazón.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora