Veinte

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La castaña había perdido la cuenta de las calles, de las horas y de las semanas que había pasado. Sumergida en el dolor, la angustia y la tristeza.

«¿Qué demonios podían querer de ella? Es decir, había indagado, investigado, sí. Pero nunca nada en concreto. Todo lo que sabía era el paradero de su ex prometido y que estaba vivo. Ahora; nada».

Maia no había pedido nada de eso. Lo único que quería era estar en paz consigo misma, con el mundo. Con todo en general. ¿Qué precio pagaba?

No comía, no veía. Ella estaba en un lugar oscuro, con una capucha en la cabeza. La habían golpeado mucho. Cada vez que alguien abría la puerta, le hacía daño. Todavía no sabía por qué no habían abusado de ella. Y agradecida, oraba para que siguiera así.

Hizo cálculos mentales. Las únicas personas que sabían de su investigación era Merlina, su amiga y ella. La latina era una mujer demasiado ética como para haberle dado la espalda así.

Amarrada, en quién sabe cuál lugar, intentó desatarse, hasta el punto de sentir su sangre caer de la punta de los dedos. Lloraba, lloraba en silencio. No era mujer sedentaria, no iba a quedarse quieta esperando que alguien hiciera algo por ella. Necesitaba salir de ahí por su pequeña Leia. Por ella misma.

El ruido sordo de metal chocar el piso la sobresaltó, dejándola tiesa en su sitio. No veía nada, pero lo bueno de tener los ojos vendados era que podía permitirse ser consciente de los otros cuatro sentidos. Lo había aprendido con Ian.

«Ian», sorbió por la nariz.

Su caballero pianista le había regalado una de las mejores noches de su vida. De una erótica manera le había mostrado la belleza en la oscuridad, la había devuelto a la vida. Estaba tan feliz. La adoró en cuerpo y alma. Se atrevía hasta a pensar que él la amó. Amó su cuerpo, su intimidad, su femineidad. Quién diría que ese caballero con camisas blancas y negras, como las teclas del piano, iba a terminar siendo tan intenso y tan apasionado.

Ese solo pensamiento la hizo sonreír de forma tímida. Entendiendo que no iba a permitirse pensar que estaba arruinada su velada. Ella sabía que la mafia era algo terrible, que se estaba metiendo en terreno pantanoso, oscuro y sin posible retorno; pero no se arrepentía. Maia necesitaba las respuestas a todas sus preguntas. Además, a muchos investigadores los acosaban hasta el punto de amenazarlos, a otros les encarcelaban... ella no iba a ser diferente.

—Nestor... mira esto —vociferó un tipo con acento extranjero. Maia se tensó, alarmándose. Podía sentir muy cerca la presencia de esos hombres—, a la princesa le gusta rudo.

Trató inútilmente de esconder sus manos. Ganándose risas de sus secuestradores. Se controló para no gruñir o decirles cosas a esos hombres. No sabía de qué otra forma controlarse. Cualquier mal movimiento podría ser perjudicial para ella, complicándolo todo.

—Tienes suerte, ricura, de que el jefe no quiere que nadie te toque.

Por un momento se sintió agradecida, y a la vez tan fuera de lugar. ¿Agradecida y temerosa a la vez? Esos sentimientos contradictorios salen por la ansiedad y adrenalina del momento, esa sería una lógica respuesta, ¿no?

Maia quería llorar. No se inmutó. Hasta dejó de respirar para que la dejaran tranquila. Quien quiera que sea el que planeó todo esto, lo había hecho con otro motivo, todo se veía más personal. Más allá de la mafia.

—¿Quién es tu jefe? —preguntó armándose de valor.

No veía nada, estaba en seria desventaja, pero no le importaba. Maia estaba sedienta de información y la conseguiría. Al menos eso quería ella, pero nadie contestó. Aún así, seguían allí. No podía verlos, pero sí sentir sus cochinas presencias haciéndole quién sabe qué cosas. Uno de ellos, de acento texano explicó.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora