Seis

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—¿Estás bien? —preguntó él tras unos minutos de solo mirarse fijamente—. ¿O acaso habían sido horas?

Maia asintió no muy convencida. Su corazón bombeaba frenético, sus manos curiosas descansaban en aquel pecho que parecía esculpido en mármol por los Dioses del Olimpo... y vaya que ella no creía demasiado en la mitología griega o romana, o ninguna.

—Sí, gracias —murmuró, separándose en contra de su voluntad mirando a ambos lados, percatándose de que nadie más estaba observándolos. Ahora, eran solo ellos dos de pie en la esquina de aquella enorme ciudad.

Ian la detalló preocupado, estaba a un paso de ser atropellada. Quería creer que su corazón acelerado se debía a que la había salvado de un conductor irresponsable y no era por encontrarse tan cerca que podía oler su shampoo en su castaño y sedoso cabello. Un nudo amargo se le instaló en la boca de estómago. No quería, mejor dicho, no podía estar ahí, tenía que irse... alejarse.

—Que tenga un lindo día, bella dama.

Tendió su mano para despedirse formalmente. Ella dudó, pero al final accedió al gesto, sonriendo genuinamente apenada. Hacía un frío de los mil demonios y él comenzaba a sentirlo debajo de la finísima tela de su ropa deportiva. Maia no se quitó el guante, simplemente le tendió la mano y con un ligero apretón murmuró una fría despedida agradeciendo por lo que había hecho por ella. Sin mirar a aquel hombre a los ojos siguió su camino.

Ya era hora que comenzara de nuevo a tomar las riendas de su vida y para ello necesitaba respuestas. Que no sabía ni el cómo ni mucho menos dónde conseguirlas...

Mejor dicho, ni siquiera estaba cien por ciento segura de cuáles eran las preguntas que debían ser respondidas.

¡Estaba tan confundida!

Caminó sin rumbo durante horas, no quería llegar a su casa. No estaba nada preparada, simplemente caminó despojándose del pánico interno que ahora sentía. Porque sí, estaba aterrada. Todo aquel que la miraba en la calle causaba en ella temblores en su pecho y un vacío. Maia inconscientemente se apartaba de las aglomeraciones o se quedaba muy quieta, pensando que la secuestrarían, o que culminarían la tarea del día anterior.

Para su tranquilidad, nada de sus suposiciones pasaron. Las personas seguían de largo. Muchos, sin ser conscientes de su extraña actitud; otros, sin embargo, la miraban extrañados por encima de sus hombros como si estuviera loca.

¡Paranoica!

Así se sentía de verdad. Y con toda la razón del mundo.

Cuando su cuerpo se relajó, de su cabeza comenzaron a fluir las ideas junto a posibles teorías. Dudas que ella, por supuesto, estaba dispuesta a aclarar. Era algo personal. Sentía una responsabilidad enorme por todo lo que le había pasado a ella y a su familia.

Infiernos, su familia.

No sabía nada de ellos, ni cómo estaban luego de todo el alboroto. Pero ellos podrían esperar, ¿verdad? En este momento se trataba de ella y de lo que había sufrido... quería tantas respuestas a sus preguntas.

«¿Quién es John? ¿Estaba metido en mafia? ¿Por cuál problema? Drogas, ¿tal vez? ¿Lavado de dinero...? ¿Los padres de él estarían al tanto de eso? ¿Eran acaso sus verdaderos padres? ¿Vivió una mentira durante tantos años? ¿Todos sus invitados eran falsos?».

Mierda.

Se sentía como en la película de Señor y Señora Smith, con la gran diferencia de que ella no era Angelina Jolie y, John, nunca jamás en la vida, pero ni volviendo a nacer, tendría un parecido a Brad Pitt. Sobre todo, porque en esa película ambos eran agentes secretos y ella, no tenía ni pizca idea de cómo manejar un arma.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora