Once

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Desesperación.

Una que lo hacía querer ir a vomitar. Eso era lo que Ian sintió durante todo el día. Un momento de paz y luego más desesperación. Él nunca en sus treinta y tres años había estado en ese estado. Quería...

Mierda.

«No estaba para nada seguro qué era lo que quería».

O quizás sí.

Era prácticamente la decimoctava vez que revisaba el teléfono en el día, esperando una respuesta... un indicio de algo. Infiernos, se sentía como el adolescente de quince años que esperaba con ansiedad la respuesta de su cita al baile de primavera.

Pero esa respuesta que ansiaba, no llegaba.

Se debatía en llamarla o no, ¿qué pasaría si la llamaba? ¿Le contestaría? ¿Pensaría que es un acosador o que estaba desesperado?

Al final, simplemente se alejaba de su aparato electrónico para no caer en esa tentación.

Ya habían pasado varios días, incluyendo noche buena, desde que ese mensaje llegó. Ian ilusionado respondió... ahora, en todos estos días, había ya perdido la cuenta de cuántas veces leyó su mensaje. ¿Había algo malo en lo que le respondió?, ¿la habría ofendido?

Y en noche buena también le había escrito, le había deseado cosas buenas para ella y su familia. Pero no, ella tampoco respondió. ¿Le habría pasado algo?

Aunque muy en el fondo, él estaba convencido que, de haberle pasado algo lo habría sentido en su interior; ya que solo tenía momentos de ansiedad extrema, felicidad, duda...

No era un hombre muy empático y todavía no se explicaba cómo era posible sentir a esa desconocida en su sistema. Porque sabía que la sentía. Tenían una conexión y era de idiotas negarlo.

Agarró su teléfono, decidido a dejarlo pasar, por lo menos por el momento. Entonces llamó a su salvavidas.

Demonios, necesitaba despejarse un poco.

Y para lograrlo, necesitaba salir.

Sí, definitivamente su amigo Bradd tenía más razón que un santo.

Nada que un trago a las rocas no pueda solucionar.

Pero no pudo evitar leer su respuesta una última vez:

Últimamente es lo único que hago. ¿Tú piensas en mí?

¿Qué tenía de malo?, ¿sonaba desesperado?

Ian dio por sentado que aquella mujer no le respondería más. Frustrado y con ansiedad latente, pasó una mano por su rostro y en un suspiro, colocó el marcado rápido, llevándose el aparato a su oreja.

Su buen amigo Bradd, no se da mucho que rogar, y como esperaba, al segundo tono respondió:

—Hola, príncipe. ¿Qué tal?

Su voz alegre y animada lo hizo sonreír, al fin. Él siempre estaba de buen humor. Era característico de su personalidad extrovertida. De hecho, extraña vez algo le molestaba. Pero había que tener cuidado, porque cuando realmente se cabreaba, parecía un toro desbocado. Ian creía que cuando lo hacía, veía rojo.

—¿A qué se debe tanta alegría? —preguntó simpático—. Si se puede saber, claro está.

El pianista rió y esperó a que su amigo desembuchara el motivo de su felicidad. Cuando el amigo se aclaró la garganta, supo que era una historia.

Esto iba para largo.

—Bueno, conocí a una mujer.

El rubio hizo una pausa haciéndose el interesante. Silencio donde Ian no pudo evitar rodar los ojos. Haciendo uso del sarcasmo del que no era muy característico no se pudo callar:

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora