Diez

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Nerviosismo, angustia... vergüenza. Mucha vergüenza era lo que describiría a la perfección el estado en el que se encontraba Maia. En un arrebato de locura le envió un mensaje a su salvador y por más que se dijera a sí misma que se arrepentía, no lo hacía.

Ella quería más.

«¿Qué podría pensar de ella?», pensó.

Seguramente que era una loca impulsiva, con serios problemas de autoestima y de atención, quizás. O que estaba desesperada alguna especie de atención... probablemente que estaba despechada y buscaba consuelo —cosa que no era de todo verdad, pero tampoco mentira—. Estaba muy confundida. Toda la situación con su ex pareja y Leia, la tenía con la cabeza en las nubes.

Esa noche, luego de ese arrebato de impulsividad, apagó su celular y se obligó a cerrar los ojos. Una parte de ella moría de ganas por saber si le contestaba, pero la otra parte, la racional, le reprendía por ser una loca impulsiva. Le recordaba que tenía otras cosas más importantes en las que pensar, más allá de su corazón y sus deseos. En ese momento el amor estaba prohibido.

Además que su corazón...

A él debía mantenerlo encerrado en un baúl con llave y botarla en las profundidades del Mar Muerto —pese a que lo más cercano que tenía era el río Hudson en New York—. No obstante, había algo, muy intenso y profundo en ella que no le permitía hacerlo. Y entre sueños, notas, melodías... la visión de aquel hombre tocando para ella, le removió las entrañas. Haciéndola estremecer.

Soñó que la acunaba, que la mimaba y en sueños fue capaz de sentir la humedad de sus besos mezclándose con la calidez de sus caricias. La devoción con la que le haría el amor. Imaginaba cómo deslizaría sus dedos a través de su piel y con su boca le robaría los gemidos de su placer. La trataría con tanta delicadeza como lo haría con su piano. En su visión sintió su lenta y deliciosa posesión, con parsimonia, y a la vez le prestaba atención a sus pechos, rotando las caderas, llenándola. Se removía sedienta de placer, ella lo necesitaba.

Estaba erizada, jadeaba en sueños. De repente la habitación del hotel donde se encontraba olía a él y sin necesidad de estimularse, estalló su placer agarrando un puñado de sábanas. Su espalda se arqueó gimiendo su nombre.

«Ian».

Capas de frío sudor le recorrían la espalda y el valle de sus pechos. Maia no podía creer que había llegado al clímax sin ponerse ni un dedo encima. ¿Era eso posible?

Mierda.

Estaba perdida.

Aún así, con una sonrisa en el rostro y completamente satisfecha, se durmió.

A la mañana siguiente, toda su vida cambió. Llegar a las oficinas de servicios sociales y escuchar el llanto de todos los niños, algo muy dentro de ella comprendió y cayó en cuenta de lo que iba a hacer allí. No tuvo miedo... Maia entró en pánico. No sabía si estaba preparada para eso. Tenía muchas cosas que hacer y organizar. Tenía asuntos pendientes. Nada más pensar que, quien sea que haya estado detrás de su ex prometido, podría estar tras ella... no podía poner la vida de su sobrina en peligro. Pero si se lavaba las manos, la dejarla en el sistema y no podía hacer eso. Estaba tan perdida y desorientada desde que se levantó, que dejó su móvil en el hotel.

Se detuvo frente a la señorita del puesto de información, regañándose mentalmente por no haber preguntado el nombre de quien la había llamado o quizás lo había olvidado. Maia no lo pensó, compró pasaje y se subió en el primer vuelo que consiguió y ahí se encontraba. Haría lo que fuese necesario por esa pequeña.

—Buenos días. —Saludó una chica sacándola de sus pensamientos—. ¿En qué la podemos ayudar?

Maia, nerviosa, comenzó a peinarse el cabello hacia un lado y carraspeando asintió. Tomó todas las fuerzas de voluntad y dijo con seguridad:

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora