Maia abrió los ojos lentamente. Se encontraba un poco desorientada, quería darse vuelta y volverse a acurrucar. No sabía la hora, no sabía nada más. Aunque en realidad, la verdad era que no quería saber nada. Lejos de sentirse mejor, estaba agotada.
A veces pasa que el subconsciente no es consciente —valga la redundancia—, de los eventos que puedan ocurrir mientras estás viviendo una situación de peligro. Es un mecanismo de defensa. Y en ese momento, Maia se dio cuenta de todo lo que había ocurrido. Fue abrir los ojos y asimilar.
«¿Y ahora? ¿Qué se supone que iba a hacer? ¿Qué pensaría su familia? ¿Cómo responder las preguntas que de seguro su cabeza también se formulaba? ¿Cómo y cuándo dar la cara?».
Bendito Dios, ella no entendía qué había pasado. Apenas era consciente de lo ocurrido. Hasta hace unas horas, ella era feliz —o al menos eso suponía—. Ahora tenía que levantarse, volver al trabajo —donde seguro todos harán preguntas—. Y ella no tenía ni idea de cómo responder. No sabía nada. Ella solo corrió y corrió sin rumbo.
«¿Habrá salido la noticia por los medios de comunicación? ¿Estaba soltera ahora? Qué complicado era todo».
A pesar de haber pisoteado su vestido de novia y llorar hasta quedarse seca en la ducha, no era suficiente. Ella necesitaba salir; quería respuestas y para obtenerlas debía salir... el único problema era que no estaba nada preparada para dar la cara.
Colocó el antebrazo sobre sus ojos y fue cuando recordó lo desnuda que estaba. No se preocupó ni se avergonzó de ello, quizás no tendría un cuerpo despampanante. Estaba orgullosa de tener un pecho un poco más grande que el otro —por centímetros—, un poco de grasa de más en los muslos y un trasero que ella sentía engordaba a cada bocado de chocolate —y aunque se le pusiera del tamaño de las Kardashians, no dejaría de comerlo. No era acomplejada—. Además, estaba sola. Nadie irrumpirá en esa habitación sin tocar la puerta. Antes de dormir se percató que en la mesa de la entrada, yacía la llave que su salvador le había mostrado, al menos fue decente y aunque no se despidió, le dejó privacidad.
Se incorporó un poco frotando su rostro con ambas manos. Joder que mal se sentía, la cabeza le iba a estallar. Abrió los ojos mirando a su alrededor como buscando una salida o como si en alguna pared estuviera la respuesta. En ese momento, reparó de nuevo el piano. No sabía qué tenía ese jodido instrumento que la atraía como miel a las abejas.
Se levantó secándose las lágrimas con el dorso de su mano, debía recomponerse, ser fuerte y buscar la manera de avanzar. Caminó con parsimonia hasta quedar frente a las teclas, desnuda como estaba, las rozó suavemente con los dedos. Maia sintió necesidad de saber más sobre aquel hombre que la había rescatado, quiso entender por qué la acogió y luego se fue sin decir adiós.
«¿Lo volvería a ver?», se preguntó.
Tocaron la puerta de la habitación y se levantó de un respingo, a ella no le importaba su desnudez, pero no quería extraños con erecciones mirándola con deseo... tampoco era exhibicionista.
Se colocó el albornoz que aún olía aquel hombre... a su perdición, a chocolate. Y no pudo evitar rozar la nariz con aquella prenda. ¿Qué le estaba pasando?
Caminó hacia la puerta y se asomó por la rendija. Vio al mismo señor que había ido la noche anterior a llevarle comida. No recordaba su nombre, pero eso era lo de menos. Abrió y sonrió
—Buenos días... —dijo, apartándose para abrirle paso.
—Buenas tardes, señorita —corrigió aquel con educación—. Son pasadas las doce del mediodía.
«¿Tarde? ¿Cuánto había dormido? ¿Qué día era? Estaba tan perdida que no sabía si era de día o de noche».
«Qué vergüenza».
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GlissandoTe
RomanceEl introvertido pianista Ian Hudson, es totalmente opuesto a la extrovertida e intrépida Maia Paterson. Pero así como en el piano hay teclas blancas y negras, que juntas se complementan creando las más hermosas e inolvidables melodías, cuando las al...