Veintiuno

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Ian no tenía idea de cómo salir de ahí y le urgía, porque algo le decía que debía hacerlo y rápido. Agarró a Leia, ordenándole que se aferrara a su cuello y cerrara con mucha fuerza los ojos. Sin preguntar ella lo hizo, luego de una pequeña sacudida de cabeza afirmativamente.

El pianista bajó las escaleras con tanta rapidez como fue capaz. Hasta que escuchó una explosión que hizo que el edificio entero se tambaleara. Leia se aferró más a él, temblando como hoja de papel, como si quisiera traspasar su cuerpo. Ian la abrazó con más ímpetu y siguió bajando. Se olían gases que no supo identificar, preocupado y desesperado a partes iguales, se apresuró.

—Leia, cielo. ¿Estás bien? —cuestionó. No por hacer una pregunta estúpida, sino porque necesitaba estar seguro que estaba consciente. Ella sacudió su cabecita, asintiendo sin mirarlo—. Agárrate duro, ¿vale? Vamos a salir de aquí. 

No estaba nada seguro que así fuera, pero necesitaba que ella no se precipitara más de lo que ya estaba. Otra explosión los sobresaltó y solo le quedaban cuatro pisos por bajar. El edificio comenzó a tambalearse más fuerte. Sin explicarse cómo, salió de aquel edificio. Leia estaba aferrada a su cuello, literalmente como si su vida dependiera de él —y lo hacía—.
Miró a ambos lados de la calle, buscando con desesperación algo o a alguien que pudiera ayudar, pero la soledad y el viento frío fue lo que chocó en su rostro.

Ian se preguntó, una y mil veces el por qué esto no aparecía en las noticias, o por qué tampoco llegaba nadie a ayudar. No había ni un policía o autoridad cerca de la zona.

—¿Leia? —La llamó, apartándola. Pero ella tenía la respiración débil. Sus ojitos yacían cerrados, sollozando en silencio—. No, pequeña, por favor, no te duermas, bonita. Abre los ojos.

Se desesperó tanto, que dejó de importarle dónde se encontraba o en qué condiciones estaba. Ian corrió en dirección a un hospital, con el corazón desbordado de emociones y la garganta cerrada.

La historia del pianista se resumía en dos palabras: «Tragedias inesperadas».

Nunca se había perdonado la muerte de su ex mujer. Día sí y día también se culpaba, dándose latigazos metafóricos. Sin permitirse ser feliz completamente, debido a que por su error y perfeccionismo, tal vez ineptitud, quién sabe... no llegó a tiempo al hospital.

No había llegado a tiempo antes, tampoco años después lo lograría ni con Maia, ni Leia. Ya podía sentir el odio y la ira de su castaña contra él. Si perdía a Leia no haría más que culparse a sí mismo por ser un fracasado. Un infame, un bueno para nada.

Valeria, su mujer, había fallecido justo cuando Ian abría la puerta de su casa para buscarla. Ella le había advertido temprano que no se sentía demasiado bien, que por favor la llevase al hospital, pero él tenía que presentarse esa noche. No pudo cancelar su concierto.

Lo había llamado infinidades de veces, pero en pleno concierto, él no podía atender. Una de las razones principales por las que el pianista había accedido era por dinero. El tratamiento que ella comenzaba a tomar, costaba muchísimo. Lo que Theodore nunca supo, hasta después del examen forense, era que Valeria estaba recién diagnosticada de leucemia avanzada. Prácticamente no daban muchas esperanzas de vida; aún así, Ian no se quedó con las manos quietas, buscó, a través de un tratamiento experimental, aliviarle los dolores de la enfermedad y propiciarle una mejor calidad de vida.

El día que el padre de Valeria llegó a uno de sus conciertos a provocarle, y decirle que el médico forense había dicho que todavía tenía tiempo, no era verdad. Ella nunca tuvo tiempo. Al parecer, Theodore, no estaba dispuesto todavía a aceptar que su hija había muerto de una enfermedad terminal. Nada ni nadie podría detener el final. No obstante, Ian se sentía culpable. Culpable de no estar con ella en su agonía, en su dolor y sufrimiento. De no haber estado a su lado en su último aliento, se culpaba por no haber hecho más... de haberla dejado morir sola.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora