Tres

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Se estudiaron en completo silencio.

Él no podía ni siquiera parpadear, mientras que ella, como típica mujer; luego de quedarse sin respiración por unos segundos, sus neuronas comenzaron a hacer sintaxis, maquinando como si se tratase de engranajes.

Parecían coordinados, sus gestos, sus respiraciones, hasta sus parpadeos eran iguales. ¿También sus corazones irían al mismo ritmo?

Entreabrieron los labios y de ella salió un jadeo, que él quiso por primera vez en años, atrapar con su boca. Pero no podía, no era el momento. Debía controlar esos impulsos casi medievales de agarrarla y besarla, de eliminar la tristeza de su mirada y tal vez, de su corazón.

Ian sabía que si hacía un mínimo movimiento en el que en claro sus intenciones y sensaciones, podía cometer un error. No sabía la situación, pero era una mujer rota, igual, o quizás más que él.

Y ante todo, era un caballero.

Ian, con su esfuerzo, pudo retener ese impulso y luchó contra su voluntad haciéndole frente a ese impulso. Apartó su mirada para posarla en la mano que la había tocado, la estudiaba con el ceño fruncido, como si esa parte de él pudiese darle respuestas.

Maia por otra parte, no sabía dónde meter la cabeza. Todo, absolutamente todo su cuerpo había reaccionado a ese inocente toque, cosa que no le pasaba muy a menudo, en realidad nunca, jamás en sus treinta y pocos años de vida había sentido tal cosa.

No sabía muy bien qué le estaba pasando, mucho menos qué decir, sin sentirse patética.

«¡Vaya día había tenido!», suspiró internamente.

Ella debía alejar los pensamientos, cambiar de tema, llegar a terreno seguro y acordándose de lo que habían estado hablando, preguntó en un murmullo apenas audible:

—¿Four season?

El pianista giró su cara para mirarla a los ojos. ¿Eran cosas de él o esa mujer tenía unos ojos espectaculares de verdad? Castaños con rayas amarillas y a pesar de que estaban inundados de profunda tristeza, a él le parecieron los ojos más bonitos que en su vida había visto. Ahogó un suspiro y como pudo apartó sus pensamientos. Haciendo uso de toda la formalidad que lo caracterizaba respondió:

—Sí —zanjó sin dar cabida a una discusión—. Ya le dije, señorita Maia que no tenía que preocuparse por nada. Yo me ocuparé de usted.

«¡¿Encargarse de ella?! Eso sonaba tan personal, tan... Íntimo».

Pero es que ella no necesitaba que nadie le sirviera de nana. Era una mujer trabajadora e independiente. Aunque se sentía tan agotada física y emocionalmente, que un abrazo así sea de un mendigo le caería bien. El problema era su mente jugando con ella, haciéndole constantes preguntas, torturándola:

«¿Cómo levantarse de esa caída? ¿Cómo volver a mirar al frente? ¿Cómo volver a su rutina y enfrentar la realidad... su realidad? ¿Cómo mirar la cara de todos de nuevo sin sentir vergüenza? De sí misma y de la situación, sumándole que:

Dar explicaciones no era su fuerte y menos con una situación tan delicada, que ni siquiera ella entendía.

¿Dolía? Ya no lo sabía; solo tenía unas inmensas ganas de cerrar los ojos y despertar en un mes como mínimo. Quería correr, huir, no ver la cara de sus familiares ni amigos por lo menos en un buen tiempo, al menos hasta tener las respuestas. Nunca fue mujer de enterrar la cabeza en la arena como avestruz. Pero siempre había una primera vez.

Aunque no negaría que al lado de ese hombre se sentía tan tranquila que parecía mentira que acababa de huir de una iglesia llena de matones, mucho menos que acaba de enterarse que su ex era bígamo y algo más oscuro.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora