Cuatro

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«¡Esto tiene que ser una broma y de muy mal gusto!», refunfuñó Ian en su cabeza.

No iba a decir palabra alguna, eso era un insulto y de los peores. Él le estaba mostrando una parte muy íntima de él a esa mujer. Lo lógico era que aquella mujer tuviera un poco de respeto hacia él y su piano.

Es que no, a él no, al-jodido-piano. A la música en general.

«¡Infiernos! Los pollitos, ¿en serio?», maldijo internamente bastante ofendido.

Ya no hallaba dónde descargar su frustración y menos escuchar esa "pieza" por vez número cinco, así que simplemente retrocedió y se fue. Debía dejar dicho en recepción que aquella extraña mujer ocuparía su suite. A pesar de su notable molestia, también debía pedir que le subieran la cena y las tres comidas del día siguiente. No sabía cuánto tiempo duraría su estadía, la verdad no le incomodaba. Ian se iría y no volvería a poner pie en ese hotel hasta dentro de un mes o un año de ser posible.

No, no estaba exagerando, para Ian la música y los instrumentos merecían un poco de respeto. Y no es que las personas que se sepan esas notas en su piano —o cualquier otro instrumento —, eran groseros, faltaba más. Se trataba de que ella ¡Ni siquiera pidió permiso!

¿No se dio cuenta acaso aquella mujer cómo él observaba ese objeto como si dejara la vida en él? ¿No notaría que nada más verlo le escocían los ojos?

¡Hasta un ciego se daría cuenta!

¡Si hasta retuvo el aire!

Pero Maia era otra historia. Maia se sentía en Disneylandia. Podía tocar las teclas del piano carentes de coherencia y melodía por horas y sin importarle nada más. Era lo único que se sabía y el piano siempre le llamó la atención, pero por carecer de oído musical, no quiso inscribirse en cursos o academias.

Hacer el ridículo no le importaba, la cuestión era frente a quién.

—¿Desde cuanto tocas? —preguntó sintiendo alegría por primera vez desde que su mundo revolucionó.

Ella seguía deslizando los dedos por aquellas teclas y pisando cualquiera de esos tres pedales. Paró al darse cuenta que era solo ella quien se sentía en la habitación, detuvo sus dedos y sin girarse, escuchó.

Silencio.

Sí, hasta eso había llegado. Sentía la presencia de aquel hombre, pero ahora, se sentía sola y vacía. Y, por más que haya querido correr y huir, necesitaba ruidos para disimular y callar los desgarradores gritos desesperados de su pisoteado y abusado corazón.

Se levantó y giró para confirmar su soledad. Miró a su izquierda, luego a la derecha confirmando sus sospechas. Caminó por aquella habitación que parecía ser más grande que la mismísima casa blanca. Su casa era normal, pero esa habitación era como demasiado.

Estaba exagerando, lo sabía. Pero tenía que pensar en algo, distraerse, porque no hay nada peor que sentirte solo.

Más que estarlo.

Y es que al final, ¿qué es la soledad?

La soledad no es más que sentirte vacío, no es cuánto pueda hacerte falta una compañía, porque a veces estás rodeado de gente y te sientes solo. Soledad es mirarse en el espejo y no ver nada más que la mirada perdida. Soledad es estar en altas temperaturas y sentirte fría. Soledad es melancolía.

La soledad es ser tu propia prisión. En el libro de "El Principito", el zorro le cuenta al principito que la soledad es un reencuentro consigo mismo y no debe ser motivo de tristeza, sino de reflexión.

La castaña no quería reflexionar, no quería pensar, no quería absolutamente nada. Estaba al borde de una crisis nerviosa, de un ataque de pánico o de ansiedad. Volvió a mirar a ambos lados y, sentirse tan sola en ese enorme lugar, le arrugó el corazón.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora