Nueve

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La vida de Ian nunca volvería a ser la misma luego de ese encuentro. Presenció sus miradas furtivas, notó como ella se mordía el labio nerviosa. Todo el cuerpo de esa mujer derrochaba sensualidad y belleza. Luego de esas confesiones, ambos quisieron quitarle importancia y hacer como si ninguno hubiese dicho nada.

Pero ambos sabían que no lo olvidarían jamás.

Él, de soslayo observaba su largo cabello castaño ondeado hasta mitad de espalda. Sus manos tan finas y delicadas. Ian, por más que luchó, no pudo evitar notar que mientras tomaba su café, sus pechos se levantaban dándole una visión de lo firmes que podían ser.

El pianista se removía inquieto y con la urgente necesidad de acomodarse el bulto que se lentamente se formaba en sus pantalones. Sabía que ante todo era un caballero y no quería asustarla. Así que se concentró en otra cosa que no fuera esa sonrisa tímida, o su mirada felina que muy en el fondo sentía no olvidaría jamás.

Se sentía extraño —más como a gusto—, cuando estaban juntos y eso lo asustaba, pero a la vez lo llenaba, porque podían hablar de temas triviales, como el clima de Chicago, el ruido de Nueva York o el sueño de ella de conocer París. Era fácil profundizar en temas políticos, sociales, económicos, mundiales, nacionales y, a su vez, sumirse en silencios cómodos, donde ambos miraban a través del cristal a las personas que emprendían un viaje, o llegaban de uno.

Todo fue muy cómodo y a la vez incómodo. Se podía notar la atracción de uno en el otro y que en determinadas ocasiones sus miradas conectaron. A ambos les costaba una fuerza —casi inhumana—, apartar las miradas y romper esa conexión. Ian sonrió con timidez, bajó la mirada hacia su reloj y se dio cuenta que ya faltaba una hora para abordar y ni siquiera había confirmado su vuelo. Así de tonto se ponía con ella.

Se despidieron con un apretón de manos luego de levantarse casi con los mismos movimientos. Para ninguno pasó desapercibida la electricidad del otro. El castaño pudo observar los ojos abiertos de ella, igual que su labio atascado en los dientes superiores. Ian reprimió las ganas que tenía de fundirse en un abrazo que los convirtiera en uno.

Infiernos que lo necesitaba.

Anhelaba ahuecar su cara entre sus manos, acariciar sus mejillas con los pulgares y besarla hasta quedarse sin respiración. Él sintió una necesidad primitiva de ser lo único que ella necesitara, de convertirse en su superhéroe, su salvador... lo que ella quisiera, pero se reprimió. La miró con admiración a sus ojos castaños con reflejos amarillos, diciéndole:

—Fue un placer hablar contigo, Maia. —Sonrió a modo de disculpa—. Pero es tiempo de abordar.

Ella batió sus pestañas, asintiendo lentamente. Ahogó un suspiro y luego ella rompió el silencio sonriendo abiertamente. Era preciosa.

—Igualmente, Ian. Que tengas buen viaje.

No se explicaba cómo, pero sabía que tenía mucho tiempo que no sonreía. Así que agradeció al universo, o a cualquiera que haya sido la fuerza que los juntó de nuevo, por ello. Sin romper el contacto con su mano, con su otra libre buscó en su chaqueta una tarjeta de presentación y se la entregó. Albergando una esperanza de que lo llame alguna vez.

—Si necesitas algo, por favor no dudes en llamarme.

Sorprendiéndolos a ambos, en un movimiento se acercó para besar dulcemente su mejilla.

Ahora sentado en el avión, de camino a su última parada, todavía le hormigueaban los labios por el contacto con aquella hermosa mujer. Se sentía vacío, como si algo le faltara... y le aterraba enormemente pensar que era ella.

Esa mujer que ni siquiera conocía.

Bastaba cerrar los ojos y verse a sí mismo observándola, detallándola. Notando esos pequeños detalles que la hacían única a sus ojos... como por ejemplo, cómo arrugaba la nariz mientras tomaba café, o como estrechaba los ojos cuando algo le causaba curiosidad, como se sobaba las manos cuando hablaba de temas interesantes. Ian sonreía como idiota y sentía el corazón hincharse al pensar que ella lo llamaría.

GlissandoTeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora