A Edward le gustaba admirar los paisajes de la Tierra mientras volaba.
Disfrutaba del viento golpeando en su rostro, por lo que seguirle el paso a los gemelos cada vez le era más difícil. Sus hermanos eran «ángeles buscadores» y por ende sumamente veloces.
—¡Vamos Ed, date prisa! —le dijeron al unísono mientras se perdían entre las blancas nubes.
Pero al pequeño le gustaba ver el ocaso y no quería perdérselo. Fue por eso que se detuvo cerca de la playa para contemplarlo.
Los tonos rojizos de esa tarde en particular le resultaron más fascinantes que nunca.
Cerró los ojos y extendió los brazos en posición de Cristo mientras se encontraba levitando frente al ocaso. La suave brisa del mar, jugaba con las hebras doradas de su larga cabellera, con sus livianas ropas y con las plumas de sus inmaculadas alas. Podía sentir el viento colarse entre sus dedos y aquella energía que recorría todo su cuerpo y le llenaba de vitalidad cada vez que bajaba a la Tierra. A pesar de saber que le aguardaba un gran sermón por su desobediencia, el pequeño ángel pensó que esta vez bien había valido la pena bajar; pues un extraño sentimiento de felicidad se había albergado en su pecho y la única explicación que le encontraba, era su tan anhelado encuentro con el Señor al Fuego.
Alphonse y Heiderich, pronto notaron que Edward ya no les seguía.
Se detuvieron para regresar por él, no podían permitir que se escapase de nuevo.
Con asombro, los gemelos se miraron entre sí al encontrarse con una imagen fuera de lo común. El brillo que emitía el cuerpo de su pequeño hermano, nunca había sido tan radiante. Ellos sabían que Edward era especial. Pero también sabían que nadie ajeno a su familia debía saberlo. Temiendo que alguien más lo notara, le tomaron por ambos brazos lo más rápido que pudieron, e impidiéndole disfrutar un poco más de ese momento de plenitud, se lo llevaron.
Los últimos rayos del sol les permitieron ver a lo lejos las altas torres de los majestuosos palacios de la Ciudad de las Nubes; la cual, se bañaba y realzaba en belleza con los tonos rosas y ambarinos en el cielo.
Cada palacio estaba conformado por un «líder» y un grupo de ángeles. Castaños, pelirrojos o morenos, todos obedecían al líder del Palacio Principal, donde residían los ángeles rubios y los hijos de Hohenheim de la Luz.
Alphonse se apresuró a guiar al más pequeño de ellos por un corredor que los llevó a un lugar oculto entre los jardines del Palacio Principal. Mientras Heiderich se aseguraba de que nadie los viera.
Pronto llegaron hasta ese lugar, donde un gallardo y fuerte ángel rubio de ojos azules les aguardaba.
—¡Ve con tu gemelo! enseguida les alcanzaremos.
Después de escuchar la orden del mayor de sus hermanos, Alphonse asintió y se retiró.
—Jean... yo... lo lamento —con la mirada gacha Edward se acercó hasta el Guerrero para disculparse.
Con la preocupación claramente marcada en el rostro, este de inmediato comenzó a revisarle. Edward bien que conocía la rutina: el rostro hacia un lado y el otro, los oídos, la boca...
—¡Ábrela! —ordenó el Guerrero para echar un vistazo... siguieron los brazos, las piernas y una rápida mirada hacia el pecho y la espalda. Con la certeza de que el pequeño no tenía heridas, dejó escapar el aire contenido con alivio.
—Me has dado un gran susto Edward, sabes bien que no debes bajar a la Tierra.
—Escuché el ruido del volcán y quise ver con mis propios ojos las consecuencias de sus efectos.
ESTÁS LEYENDO
Ángel de Lucifer
Hayran KurguÁngeles y demonios, seres fantásticos y mitológicos, la historia del bien y del mal. ¿Quién puede asegurar que esa dualidad existe? O es tan solo una ilusión... en la que queremos creer.