U n o

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Días soleados eran días perfectos. Error. Días perfectos eran días de mucho viento, esos, para mí, indicaban el día perfecto. Sonreía, después de tanto tiempo. Había pasado cinco meses desde que Emma nos abandonó, pero, de alguna manera, la seguimos teniendo viva y latente en nuestro corazón. A veces seguía llorando su perdida, pero cuando lo hacía, tenía un hombro por el cuál apoyarme y seguir adelante con la vida. Tenía a Connor y él me tenía a mí. Por suerte ninguno de los dos dejamos que nuestro amor sea prohibido. Hoy puedo decir que Connor es un gran novio y, bueno, de alguna manera un gran amigo. Siempre lo fue y sé que siempre lo será. Es uno de esos rasgos, como su sonrisa, que no podría dejar de ser parte de él. Simplemente eso no podía pasar.

Debo admitir que teníamos nuestras diferencias. Por ejemplo, a mí me gustaba más el verano a lo cual él prefería el invierno. Eran cosas ridículas pero que nos sacaba una sonrisa luego de un improvisado debate entre qué era mejor. También hay que admitir que siempre terminaba ganando y eso no le molestaba, se ponía más contento. Una vez, cuando discutíamos de otro tema y me sacó una sonrisa, me dijo que lo haga de nuevo; que le encantaba verme sonreír. ¿Era eso cierto? ¿En verdad alguien le puede encantar verle sonreír a otro? Supongo que son los síntomas de estar enamorado. No entendía mucho el amor, pero Connor parecía bastante seguro sobre el tema. Me dijo que el amor no había que entenderlo, que el amor no se enseña. Que en la vida no se enseña, en la vida uno aprende.

—Vas a aprender a amar—dijo—.

—¿Quién me enseñaría algo como eso? —Pregunté, con una sonrisa—.

—Yo podría...—sus labios volvieron para besarme— si quieres, claro.

Tampoco entendía los besos, pero de algo estaba seguro, estaba enamorado de besar. Me encantaba. Se sentía bien de cierta forma y eso era lo mejor de besar, que te hacía sentir bien.

Todo marchaba. La vida corría y ya saben cómo se pone el tiempo cuando la vida corre... claramente el tiempo pasa volando y pude conocer más de Connor, al igual que él de mí. No había algo que no me gustara de él. Bueno sí, sí había algo. No me gustaba todavía su mal hábito de dormir desnudo. Se quedó a dormir en casa algunas veces. Digo, no era malo pero todavía me resultaba incómodo. Era una verdadera lucha que durmiera con su bóxer puesto, pero cedía luego de tres o cuatro intentos.

Hacíamos muchos días de picnic. Me dijo que él y su tía lo hacían cuando era más pequeño. De alguna manera ahora yo también me estaba volviendo un poquito fan de almorzar afuera. Era lindo, estar con la naturaleza. Estar con la naturaleza y con él. Tampoco íbamos en lugares desolados. Pero siempre era la playa, o cerca al bosque que está detrás de casa e incluso más allá. En nuestro primer intento de picnic no resultó bien, primero le mostré el árbol que había caído, se río de mí claro está aclarar pero, resulta que las abejas no estaban de buen humor ese día. Tuvimos que salir corriendo de allí. Claro que en ese momento todo fue gritos, correteos hasta la casa y luego vino la risa. Reímos por el resto del día. Connor me repetía: tenías que ver tu cara, ¿realmente le temes a un insecto tan pequeño? Él también había corrido, pero claro que me negaba. No era más un niño tonto. No era su niño tonto. Ahora era el niño tonto de Emma.

Durante esos meses no la fui a visitar al cementerio. No quería. Me hacía sentir mal. Todavía era un dolor muy grande dentro de mí que no se reparaba, ni los besos, caricias ni abrazos de Connor podían sanar lo que estaba roto. Ayudaba, y mucho, pero no reparaban. Él si iba, no todos los días pero si unas tres veces por mes. Le llevaba muchas rosas y eso me ponía feliz. Admiraba su fuerza. Su valentía y su gran lealtad. A veces envidiaba que el pudiera llevarle un par de flores a su tumba. Mi corazón se partía cuando solo pensaba en pasar por la florería.

Matices De AzulesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora