Primera parte.

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Desde la primera vez que recibió su carta de Hogwarts supo que algo estaba mal, sus tíos se volvieron locos por ese acontecimiento, ocultándole más cosas de las que ya hacían.

Era molesto.

Cuando su tío decidió irse a aquella horrible isla fue una satisfacción total para él. Algo le decía que ese día cambiaría toda su existencia... y le fascinaba.

El momento que vio a Hagrid en la entrada de la arruinada cabaña despertó una pequeña luz de esperanza en su interior. Tal vez podría irse del cuidado de sus tíos y por fin tener una infancia normal, pero, claro, siempre había algo que no tomaba en cuenta, ¿cómo iba a saber que un loco desquiciado estaba tras él para matarlo? No quería morir, pero también dudaba que los muggles donde vivía lo protegieran de aquel supuesto Lord Oscuro, sin contar que también estaría exponiendo la vida de su parientes.

Al entrar a Hogwarts se dio cuenta de algo que, nuevamente, no tomaba en cuenta.

Si era seleccionado en Hufflepuff todos creerían que podían pisotearlo sólo por ser amable, cosa completamente estúpida.

Ser seleccionado en Gryffindor implicaba estar en la boca de todos, siendo criticado por todo acto que hiciera, y le sería molesto eso, sin contar que debía ser como ellos querían y no lo que él fuera.

Slytherin era una de las mejores opciones para él, pero no podría aguantar que los chicos de su propia casa lo discriminaran por ser quien derrotó a su Lord o, simplemente, por no ser un sangre pura.

Era Ravenclaw por el cual decidió ir, ahí podría ser quien quería ser, estar fuera del radar de muchos y, lo más importante, poder aprender sin molestias del hermoso arte que era la magia.

Aunque, como todo en su vida, tampoco le fue bien en la selección. Por alguna razón el Sombrero Seleccionador le convenció para quedar en la casa que él, un sombrero parlachín, creía ser la indicada para el joven azabache, llevándolo directo al nido de serpientes, donde tenía que defenderse aun estando dentro de la Sala Común, sin contar que el profesor jefe de Slytherin parecía odiarle.

Lo único positivo que pudo encontrar en estar en Slytherin fue que, dentro de la biblioteca, nadie parecía querer molestarlo y, para su sorpresa, había algunos Ravenclaw que se acercaban a él para que les explicara alguna parte de la clase que no entendieron. Haciéndolo arrepentirse con más fervor el haberle hecho caso al estúpido y dañado sombrero.

La navidad de su primer año iba a ser aburrida, hasta que se hizo amigo de la persona menos inesperada, a tal punto que pudo ir a su casa esas vacaciones.

Los Malfoy eran unas personas estrictas, pero eran las únicas que se preocuparon por la situación en la que se encontraba Harry, ayudándolo a salir de la casa de los Dursley y, para aumento de la gratitud de que le tenía hacia los Malfoy, adoptándolo como un nuevo integrante de la familia.

Era Draco quien siempre empezaba una conversación con él, aunque la mayoría de las veces era para burlarse de lo callado que era su no-hermano, y no es que fuese falso. Harry solía estar callado la mayoría del tiempo, más cuando supo que estaba en casa de los seguidores más fieles de aquella persona que lo quería muerto desde su nacimiento. El último Potter se había prometido vengarse de la muerte de sus padres, estudiando y entrenando todo lo que podía para, cuando llegase su enfrentamiento con Lord Voldemort, poder derrotarlo sin el mayor esfuerzo y, de paso, divertirse un poco.

Su primer año fue raro, con dos profesores, sin contar al director Dumbledore, persiguiendo cada uno de sus movimientos y una piedra que, tal parecía, se encontraba dentro de los terrenos de Hogwarts. Harry sabía muy bien quién estaba tratando de robar la piedra, pero aun así decidió quedarse callado, sorprendiendo al profesor Quirrell con la decisión del chico.

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