21. El elevador del mal

562 70 72
                                    

LAS MOCHILAS PARECÍAN TENER LA protección de algún dios todo poderoso, porque estaban intactas: seguían en las mismas condiciones que cuando partimos a la misión. Hasta mi mochila parecía tener mejor suerte que yo.

Nos detuvimos y agarré la mochila que me colgaba en el hombro derecho, la de Mich, y la abrí esperando hallar lo que buscaba. Y fue lo primero que encontré: cacao. Un gran termo de un litro estaba ahí lleno y caliente aún. En definitiva alguien quería que completáramos la misión.

Lo abrí y se lo pasé.

—Bebe —ordené. Ella tomó el termo y se lo llevó a los labios. Dio tres, tal vez cuatro tragos, y luego me lo devolvió. Tomé un paño que también estaba en la mochila, le humedecí con cacao y lo pasé por su rostro. Las heridas comenzaron a cerrar rápido, soltando solo pequeñas fumarolas de humo, como si las heridas se quemaran.

—Bebe tú también —me dijo.

—Cuando termine contigo.

Después de su rostro pasé a sus brazos y manos, para también curarlas. Al terminar estaba pegajosa y con sabor a cacao.

Mich me dio el termo y le di un buen trago. Me limpie con la parte baja de mi playera. Puse más cacao en el paño y me lo pasé por el rostro.

Mich me detuvo la mano, me quitó el paño, y se puso a limpiarme las heridas ella misma. Sentía como me ardía la piel, ahí donde las heridas se cerraban. Luego fue por mis manos, en mis nudillos, y al final los brazos. Ya no prestaba tanta atención al dolor que producían las heridas, si no, me concentraba más en Mich. En su rubio cabello casi pelirrojo. En las pecas que salpican su rostro. En sus ojos verde amarillentos y felinos. Sus labios rosados y rellenos. El impulso de besarla volvió, pero lo hice a un lado.

No. No podía besarla.

No en ese momento.

Mich dijo que lo arreglaríamos al volver a la Calzada. Y eso haríamos.

—Ya está —dijo Mich quitando el paño de mi rostro. Ahora yo también estaba pegajoso.

—Sí. Deberíamos limpiarnos ahora el cacao. No quiero atraer abejas. Sabes lo alérgico que soy.

—Lo sé —se agachó a revisar su mochila. Sacó otro termo que tenía agua, y de mi mochila otro paño. Lo humedeció y se puso a limpiarse la cara. Luego me lo pasó.

—Esto ayuda, sí, pero necesito un baño.

—Yo igual. Un caliente y largo baño de burbujas.

Sonreí por lo que dijo. Algunas veces solía actuar como una diva. Y eso era una de las cosas que me gustaba de ella.

Metí el paño en una bolsa autosellable para no mojar las cosas y la eché a mi mochila. Me la puse al hombro y le di la suya a Mich.

—Bien, tenemos que seguir. No sé dónde estamos, ni cuánto nos falta hasta el Pico de Orizaba. A juzgar por lo grande que se ve —dije viendo la montaña que se elevaba a varios kilómetros de distancia—, diría que está a cinco o seis kilómetros. Si nos damos prisa, llegaremos en un par de horas.

Volteé a verla.

—¿Estás lista?

Sacó una gorra de su mochila y se la puso, sacando su coleta por la parte trasera de la gorra. Se ajustó la visera para que le tapara el rostro del sol.

—Terminemos con esto.

.

Una hora después de haber partido, nos detuvimos a descansar. El sol deslumbraba con toda su fuerza sobre nuestras cabezas. Estábamos empapados en sudor. Mi playera, que antes era gris, ahora se veía negra del cuello, espalda y axilas. El cabello de Mich se le pegaba al rostro por el sudor.

La Trilogía Azteca 1: El Sexto SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora