2. Mi profesor es un simio, mi amiga un jaguar...

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MI CABEZA GOLPEÓ EL SUELO con un sonoro ¡crash! Tal vez se me quebró algún hueso del cráneo y ya no tendría que ir a Cálculo nunca más. O tal vez sólo fue el golpe que me dejó aturdido.

El caso es que me levanté un poco, y la cabeza me zumbó de dolor. El señor Westchester tenía una cabezota muy dura y me dio muy fuerte. Sólo espero que eso no se malentienda.

Intenté levantarme de nuevo, esta vez no caí al suelo. Probé ponerme de pie. Pude hacerlo sin caer al suelo. Bien, lo hice hasta el tercer intento, ¿la tercera es la vencida? Enfoqué la vista y vi a todo el equipo desperdigado por la cancha. Busqué con la mirada a Mich, o a Payne. No vi a ninguno.

-Sí que es lento, señor Garcia.

El señor Westchester estaba de pie frente a mí. Sus ojos brillaban con un poco más de intensidad, y en sus mejillas había vello que juraría no estaba apenas unos minutos atrás.

Tal vez fuera un hombre lobo. Un hombre lobo al que le brillaban los ojos de un fa-bu-lo-so color morado.

-¿Qué es lo que quiere?

-Verlo muerto. Estoy seguro que ya lo había dicho.

Ya había recuperado casi por completo mi equilibrio, pero aún me sentía aturdido. Me puse en posición de pelea, listo para realizar uno de mis más grandes sueños: partirle la cara al imbécil de mi profesor.

-¿Qué fue lo que le hice, señor Westchester? Sé que quiere que todos aprendan psicología aunque les aburra mortalmente -mode on: sarcasmo activado-. Y matar a un estudiante por no aprender algo es un castigo un poco severo, ¿no lo cree? Al consejo estudiantil y a los directivos no les gustará.

-¿No entiende, cierto señor Garcia? Es más idiota de lo que pensé.

-Si es por la libreta de apuntes, se la entregaré la próxima semana. Transcribir medio libro a la libreta es algo exagerado. De todos modos, me faltan como dos capítulos.

El señor Westchester se rió por lo que dije. Su risa parecía la de un simio con asma. Una risa que ya le había escuchado un par de veces.

-Creo que será más fácil matarte que lo que fue con tu madre.

Algo se encendió en mi interior. El miedo que estaba sintiendo empezó a ser reemplazado con furia.

-¿Mi madre? ¿¡Qué le ha hecho!?

-Matarla, acabo de decirlo -empezó a hablar lento, como cuando le hablas a un animalito asustado, o a un anciano cascarrabias-. M-A-T-A-R-L-A.

No supe en ese momento si era verdad, pero eso fue la gota que colmó el vaso. Nadie se mete con mi madre. Esta vez fui yo quien se lanzó sobre él. Mi puño izquierdo fue directo a su nariz, la cual seguro se rompió por la fuerza. Comenzó a sangrar en cuando mi mano se retiró de su cara.

Mi puño derecho golpeó la mandíbula. Y el izquierdo dio un tercer golpe a la mejilla. En ese momento recordé mis clases de karate y coloqué mi mano abierta, y asesté un golpe, con la parte entre el pulgar y los demás dedos, en su garganta.

El aire se le escapó al contacto.

Extendí la otra mano, doblando los dedos hacia adentro y di con la palma justo en la nariz. Juro que la nariz se le hundió y su cara parecía la de un simio. Más de lo que ya parecía.

Di dos pasos para atrás, para poder tomar el impulso suficiente y darle una patada voladora inversa. Siempre amé esa patada: justo en la cara y dejaría de molestar.

Un brazo detuvo mi pierna a dos centímetros y medio de su mandíbula. Estaba con los brazos flexionados, pero ninguno de ellos había sujetado mi pierna. Una especie de cola salía de arriba de su trasero, y terminaba en una mano. Bien, eso era lo más raro que había visto en mi vida.

La Trilogía Azteca 1: El Sexto SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora