Orgullo

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Cuentos del Pastor
CON LA LLEGADA DE LA PRIMAVERA...

El simple hecho de pensarlo me asusta... me entierra entre mis cuatro paredes que me envuelven en pesadez sorprendentemente inédita.

Si, me parece verme, llena de altivez, era una triunfadora, ¡claro que lo era!; lo blanco de mi piel, acompañada de unos ojos brillantes que denotaban un futuro prometedor, la delgadez de mi cuerpo, la premura de mi vida y un trabajo en el cual me desarrollaba como la mejor.
Las quincenas eran siempre lo mismo, dinero a manos llenas para gozar de la vida, y me endiosaba en aquellas cosas delicadamente superficiales que llenaban mi entorno de una forma impresionante.

Y puedo sentir aquella tarde con el frío calándome los huesos profundamente, el viento de la calle parecía querer advertirme, y el brillo de la luna tal vez me confesaba lo erróneo de mi vida; pero habiendo tantas cosas para admirar, -no sabía yo que a la naturaleza también se le admiraba- y que ésta solía anunciarte acontecimientos que marcarían el curso de la vida para siempre.

Era aquella tarde de lunes, la primavera estaba por anunciar su llegada; pensando en mí misma tuve aquella fuerte discusión con mi padre, aquella discusión sin precedentes, pero que visto ante los ojos de mi orgullo, había sido toda una falta.
Luego vino el silencio... las palabras flotaban en el aire y quedaban sin respuesta. Mi boca, parecía haberse cerrado ante la mirada astuta de mi padre, mi rebelión era la reacción del rencor acumulado en veinte años, que delineaban a la perfección la tangente de mi vida.

Dos días pasaron, aquel miércoles como todas las mañanas partí a mi exitoso trabajo. Entre papeles, café, computadoras y cheques la luz del día se fue escondiendo; y con el... la llegada de la primavera seguía aproximándose.
Se asomaban ya las primeras estrellas, cuando mi padre llegó hasta mi habitación con un platito repleto de mi fruta favorita; apenas si murmure un tanto avergonzada "gracias"; después de todo, me daba una pequeña clase de humildad... y si, confieso que lo pensé, aunque nunca se lo dije.

Entre prisas, amigos y reuniones llego el viernes... estábamos a tan solo tres días de que la primavera inundara el ambiente; mi corazón y mi mente se habían sincronizado para el próximo fin de semana, el cual se extendería un día más.
Nunca antes el reloj se me había hecho tan lento, tan ambiguo como esa tarde en que mi presencia estaba laborando, más mi esencia volaba anticipándose a disfrutar las sorpresas del fin de semana.
En eso sonó el teléfono -una llamada más- ¡claro que podía atenderla! después de todo solo serían segundos y después sería libre. Descolgué el viejo auricular y lo lleve lentamente hasta mi oído... apenas pude escuchar la voz tímida de un vecino en tono preocupante:
- "Es urgente que vengas a tu casa, tu padre se ha caído a mitad del patio y no responde, la cruz roja viene en camino"... –

Al colgar mi cabeza daba vueltas hasta ensombrecer mi vista, mi mirada... apenas si tuve tiempo de avisar a mi jefe antes de salir volando al aire... mis pies corrían a velocidad increíble... llegué jadeante hasta mi casa; quedaban rastros de aquella batalla a mitad del patio, donde las armas principales habían sido el alcohol para tratar de reanimar, y un papel higiénico tirado desordenadamente.
Como pude llegue a la cruz roja; la mirada de curiosos y vecinos fue la revelación más dura de mi vida; entré corriendo hasta la camilla para encontrar el cuerpo yaciente, inflado, hinchado, donde la sangre aún emanaba de los desorbitados ojos...

Lloré, lloré mucho, me incline a sus oídos y le pedí perdón.
En alguna ocasión había escuchado que lo último que se pierde cuando una persona muere es el oído, así que de esa manera, quise darle el último adiós a mi padre.

En los días que siguieron mi cabeza no atinaba a reaccionar, entre la sala de velación, la cremación y la llegada de la primavera mi fin de semana era un caos; de ninguna manera habían sido los planes que había hecho, de ninguna manera había ansiado pasar esas noches en vela con los ojos hinchados de llanto.
Suspire el olor que había dejado impregnado en su coche, en su cama; mire el platito vació de mi fruta favorita, escuche el cassette que estaba en el stereo, el cual seguramente había sido el último que había escuchado, y me cobije esas noches con los recuerdos de las primaveras anteriores en las que él todavía estaba conmigo.
Mi rencor se vació; mi orgullo y mi soberbia dejé en aquel consultorio de mis tardes de terapia, donde el psicólogo martes tras martes me ayudaba a sacar el sentimiento de culpabilidad de mi vida.
Y hoy que vuelve a aproximarse la primavera nueve años después... mi vida tiene un matiz tornasol, porque amo la vida, amo a mis amigos y amo a mi familia; y he enterrado en lo más profundo de mi pasado la altivez de aquella niña fría y superficial... (Myrna Medina)

Reflexión

¿Cuánto dolor se necesita para tratar nuestro orgulloso corazón? Muchas veces la pérdida tiene el propósito de descubrir nuestra oculta miseria. Y, ¿tiene que pasarnos lo peor para salir de nuestra ciega soberbia?

Como hijos de un Padre Eterno, deberíamos haberlo intentado; deberíamos haber terminado con ese orgullo que desdibuja y deshonra a la familia.
Su naturaleza humilde y generosa debería producir en nosotros un carácter más noble. Pero sin embargo, respondemos con singular terquedad y dureza; nos creemos portadores de un derecho infranqueable trazando a antojo nuestro propio destino; nos permitimos mirar la vida por nuestros propios cristales, solo para terminar descubriendo la tristeza de quedarnos solos.

Como pastor he visto a menudo aparecer este remordimiento propio y ajeno; la pesada carga de lidiar con que no hicimos, o con que mal hicimos.

Alguien dijo alguna vez que lo peor del infierno no son las llamas y el angustioso tormento, sino el recurrente recuerdo de no haber dado el brazo a torcer; el sentirse traicionado por nuestro propio orgullo, quien burlonamente reirá viéndonos padecer.

El orgullo, aquel a quién consideramos un “amigo”, aquel que nos “defiende” y que creemos siempre de nuestro lado, nos está llevando al peor de los destinos.

El orgullo, aquel que contra toda verdad divina nos alienta cada día diciendo:
- “ALMA, TIENES MUCHOS BIENES DEPOSITADOS PARA MUCHOS AÑOS; DESCANSA, COME, BEBE, DIVIÉRTETE.” 
Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclaman el alma; y ahora, ¿para quién será lo que has provisto?” (Lucas 12:19,20 – RVR 1960)

El orgullo, aquel que nos convenció muchas veces para terminar declarando la más absurda mentira:
- “SOY RICO, ME HE ENRIQUECIDO Y DE NADA TENGO NECESIDAD”;
y no sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo,  te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos para que puedas ver. – (Apoc 3: 17, 18 - RVR 1960)

Quizás es tiempo en que debamos abandonar esa rebelde e infructuosa lucha de “poder”. Porque nuestro Padre no está para imponerse, ni obligarnos a nada, sino para mostrarnos su amorosa compañía, y su preciado interés en que seamos felices.

El está entrando a nuestra habitación con su plato de frutas… captemos el verdadero mensaje, Su incondicional amor nos invita a probar la humildad.

Pastor Rubén Herrera

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