Introducción

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—¡¿Cómo es posible que tanta incompetencia quepa en una sola persona?!

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—¡¿Cómo es posible que tanta incompetencia quepa en una sola persona?!


No era para nada extraño que la señora Hamilton gritara a sus empleados. De hecho, se había convertido en una escena tan común, que la mayoría de los espectadores apenas observaban, con desinterés y sin empatía.


Esa tarde, casi al caer la noche, fue turno de Parvina para ser víctima de los reclamos.


Los métodos de la señora Hamilton para imponer orden en aquella oficina no eran los más amables, pero sus intenciones siempre eran las mejores. Tal vez no se notaba en el modo en que gritaba ordenes y reclamaba en altos decibeles, pero sí lo eran.


—S-Señora Hamilton, lo lamento, yo...


La anteriormente mencionada alzó una de sus manos de forma rígida, y la muchacha guardó silencio, abrazando con más fuerza aún las carpetas que traía en los brazos, temerosa. Su jefa era una mujer muy alta, y ella una chica muy bajita.


Hamilton llevó su mano a su rostro para apretar el puente de su nariz con fuerza, hundida en frustración. Negó levemente.


—No quiero escuchar más excusas—dijo entonces con voz medianamente calmada, abriendo sus ojos ambarinos otra vez—. En su lugar, quiero un informe detallado de los cálculos donde fallaste. Y la corrección de los mismos, por supuesto. Mañana a primera hora.


Parvina asintió rápidamente, y se dio la vuelta para retirarse a su cubículo con paso veloz, aún asustada.


La señora Hamilton se encargó de dedicarle una mirada severa al resto de los empleados, quienes enseguida apartaron los ojos de ella, regresando a sus tareas (o al menos fingiendo para que su presencia agobiante dejara de pesarles en la espalda).


Aparentemente satisfecha, la mujer regresó a su despacho, se permitió liberar un largo y cansado suspiro. Observó la hora en el elegante reloj de pared, y muy a su pesar, una diminuta sonrisa apareció en su rostro. Faltaban sólo quince minutos para el fin de la jornada.


Sentada detrás de su escritorio organizando documentos, podía ver a través de las paredes de vidrio que rodeaban la estancia a sus empleados comenzar a retirarse poco a poco, hasta que los cubículos estuvieron vacíos, las computadoras apagadas y los pasillos silenciosos.


El sonido de unos tacones golpeando el suelo interrumpió la calma del ambiente, y una joven mujer rubia asomó su nariz puntiaguda por la puerta.

¡Vamos, Eileen!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora