4. Confesiones a medianoche

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—Tienes algo en los dientes, Judy

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—Tienes algo en los dientes, Judy. Justo ahí.


La aludida se inclinó para poder observarse en el espejo retrovisor en el auto de sus mejores amigas. Efectivamente, había un pequeño pedazo de lechuga allí. Rió un poco, enderezándose cuando se lo hubo quitado.


—¡Cómo nueva!—exclamó entonces con una gran sonrisa, despreocupada—. ¿Ya nos vamos?


—Nah, Amy entró para comprar un par de hamburguesas—murmuró Janet, revisando un momento su celular de forma distraída.


Judy suspiró, reclinándose un poco contra el automóvil rosado estacionado justo allí, frente al local de comida rápida dónde había almorzado con Eileen.


Recordó, con una diminuta sonrisa en su joven rostro, que la mujer se había ofrecido a llevarla a casa, pero ella le había dicho que no era necesario en realidad.


Por eso ahora Janet y Amy estaban allí junto a ella, pues aunque a veces tomaba el transporte público, le parecía mucho más satisfactoria la presencia de sus amigas.


—Ya regresé, nenas—la voz de Amy la sorprendió, y sonrió ligeramente al verla acercarse con dos bolsas de papel en sus manos, ofreciéndole una.


Judy subió a los asientos de atrás y se acomodó perezosamente allí, disfrutando de todo el espacio libre que tenía desde su lugar, mientras sacaba algunas papas fritas de su propia bolsa.


En silencio, observó a las hermanas Sanchez discutir en los asientos delanteros, sabiendo que sus "peleas" no pasaban de típicas disputas fraternales.


Amy era la mayor, y sin embargo, era la más bajita. Era pequeña y regordeta, con largo cabello castaño que enmarcaba su rostro trigueño y además le llegaba a las caderas, siempre peinado con el menor cuidado imaginable, como si de verdad no le importara. Y Judy estaba bastante segura de que no le importaba.


Janet, por el otro lado, era prácticamente el opuesto de su hermana, compartiendo con ella solamente el matiz de su piel. Su estatura era imponente, y la complexión de su cuerpo mucho más, producto de su dedicación a los deportes y horas en el gimnasio. El cabello rubio casi siempre iba amarrado en una coleta alta, por muy rebelde que fuese.


—¿Qué miras, enana?—cuestionó Janet, fijando sus ojos castaños en ella a través del espejo frontal del auto—. ¿Algo que quieras decir?

¡Vamos, Eileen!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora