III

2 0 0
                                    

        Ignoro cuánto tiempo he dormido, pero ha debido ser bastante, porque la luz que se filtra por la ventana exhibe esa consistencia artificial y lechosa que caracteriza a los atardeceres veraniegos de las tierras boreales. Una niña, pelirroja y pecosa, de unos seis años, me contempla divertida.

— Ya era hora, Rip Van Winkle.

— Hola, ¿quién eres?

— Soy Nicky.

— Hola, Nicky, ¿vives aquí?

— Ji, ji, yo vivo en todos lados, ji, ji.

        Tras la última carcajada, la muchacha, que se encontraba a los pies de la cama, se agacha y desaparece de mi campo de visión. Doy por supuesto que trata de jugar conmigo, así que procuro seguirle la corriente.

— ¡Diablos! Nicky ha desaparecido, ¡sin duda ha sido asombroso, el mayor portento que he visto en la vida!

        A pesar de que me prodigo de modo similar otras cuatro veces, la niña no ofrece señales de vida, por lo que me inclino por un costado para mirar bajo la cama.

— ¡Uh!

Grito para nadie, pues bajo la cama no distingo más que pelusas y una generosa capa de polvo. Otro misterio más para un lugar donde lo extraordinario parece ser lo común, hasta el punto que estoy comenzando a perder la capacidad de asombrarme.

        Me encuentro en una habitación diferente, abuhardillada, y en la que apenas puede verse el lecho, la puerta y un angosto ventanuco circular, dividido en cuatro por una reja. Me arrodillo a los pies de la cama, tratando de encontrar la trampilla oculta, pero que me aspen si doy con ella. Toco con los nudillos para verificar que todo el suelo, de tarima, resuena idéntico, al menos a mis oídos. El ruido del cerrojo proclama que me encontraba encerrado. Soy un prisionero. Asumo mi nueva condición como otro más de los absurdos e insólitos hechos del día. Aparece en el umbral la oronda Rita. Se ha vestido con lo que deben ser sus mejores galas y, bajo la axila, porta el tarro de café mágico. Permanece unos instantes así, quizás aturdida o avergonzada, hasta que parece recordar algo y, con agitada premura, vuelve a cerrar al puerta con la inmensa llave, de al menos quince centímetros de largo, y se la guarda entre los senos.

— ¿Se te ha perdido algo?

— Hace unos instantes, había aquí una niña que decía llamarse Nicky, pero se agachó y desapareció. Trataba de descubrir por dónde.

        Me pongo en pie, ya que me siento absurdo arrodillado. En contraste, no experimento pudor por mi desnudez, yo mismo me sorprendo por capacidad de adaptación que exhibo. Rita se aproxima con una cierta prevención y, tras extraer el trapo, lo coloca bajo mi nariz; conocedor de sus virtudes, realizo una fuerte inhalación. Para mi sorpresa, lo guarda sin inhalar de él mientras contempla con delectación los portentos que se obran el la parte inferior de mi cuerpo. Le arrebato el tarro, sin que su arrobo le permita percatarse del detalle, y yo mismo sitúo el paño bajo su nariz.

Lo cierto es que, a pesar de que sus pechos son más bien pequeños y su vientre forma tres pliegues, poseer a esta mujer se ha convertido en mi objetivo prioritario en la vida. Reduzco a jirones su vestido de las grandes ocasiones, sin que a ella parezca importarle gran cosa, muy al contrario, y me lanzo a tomarla mientras que el jergón de madera repica y chirría como si estuviese sufriendo un terremoto.

Ignoro qué sustancia impregna el trapo sucio, pero sin duda es de gran poder. En los hombres, al menos en mí, obra como una suerte de superviagra, mientras que el efecto que causa en las mujeres es volverlas poliorgásmicas, a un ritmo aproximado de un clímax por minuto. He inhalado tres veces del tarro, mientras que a Rita le han bastado con dos. En total, hoy he alcanzado el orgasmo ocho veces, cinco más que las que acumulaba desde que me trasladé a Alaska, y una de ellas fue una felación de una vieja prostituta que casi me causó más asco que placer. Rita duerme agotada, después de más de cuarenta orgasmos consecutivos. La llave descansa en el suelo, en mitad de la habitación, donde cayó cuando le arranqué la ropa. Me siento completamente famélico, así que salgo en busca de algo de comer.

En la planta baja, se oye una televisión. Las dos gemelas dormitan frente a ella.

— Buenas noches.

Sin duda las he sobresaltado. Ambas se ponen en pie, alertadas, y noto como si una suerte de camisa de fuerza me constriñese.

— ¡Joder, como para fiarse de la imbécil de Rita! —exclama Abbey.

— Lamento haberos sobresaltado, pero me muero de hambre.

— ¿No has tenido bastante con la gorda?

— Lo digo en serio: necesito comer algo. Y no es preciso que meestrujéis así; soy consciente de que podéis atraparme en cualquier momento. Y no sé a dónde iba a ir en pelotas.

— Lo hacemos por tu bien; si te ve Roberta, te matará al instante —interviene Fiona.

— Entonces estoy preso.

— Llámalo como quieras, pero es lo que hay.

— Incluso a los presos les dan de comer. Tengo hambre.


El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora