XVII

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Roberta, Alaska, 25 de Junio de 2009, residencia de los Sterling.

        El diario de Alicia Sterling ha supuesto todo un hallazgo. Además, lo descubrí cuando me encontraba a punto de abandonar mi búsqueda y desterrar toda esperanza.

        Tras los días iniciales, en los que las mujeres de Roberta se comportaban como adolescentes disfrutando de su primer noviazgo, ahora, con la excepción de las dos o tres horas que dedico a labores venéreas, el resto del tiempo libre lo invierto en curiosear junto a Nicky, que se ha convertido para mí en una cómplice de inapreciable valor, pues se cuela en el interior de las casas que no encontramos abiertas y me franquea la entrada por la puerta o una ventana. La niña se muestra ufana por su aportación, que no ceso de alabar y agradecer a cada instante, y se envanece en demostrarme su conocimiento del pueblo. Para ella, mi compañía supone disfrutar de alguien que se ocupe de su persona más allá de cuidar de su sustento, y haber hallado un compañero de juegos, pues a eso se reduce a sus ojos nuestra actividad.

        Hallé la inspiración en la antigua casa de Marge. En el altillo del armario de su dormitorio, me topé con un ridículo diario con forma de corazón y forrado en felpa rosa. Estaba cerrado con uno de esos candados poco más que ornamentales, pura chapa latonada. Primero traté de abrirlo con una horquilla para el pelo a la que doblé la punta, pero, tras unos minutos de afanarme sin éxito, al final me decanté por la ruda eficacia de las tijeras de pescado.

        Cuando llevaba unos minutos hojeando, Nicky me obsequió con un codazo y me preguntó por la naturaleza de lo que hacía: por lo que he podido colegir, nadie se ha molestado en enseñarle a leer. Cuando le expliqué que las letras eran capaces de atrapar las palabras en el papel (esa fue su escéptica y pasmada respuesta a mi explicación), no quería dar crédito. Después tuve que leerle el diario de cabo a rabo. Se arrancaba el dos de Julio del noventa y dos, fecha de su décimo cuarto cumpleaños, cuando lo había recibido como regalo, y contenía la entrada de ese día y otros dos más. Después se debía haber cansado de escribir, y no retomaba la actividad hasta octubre, cuando había añadido media docena más de pueriles entradas antes de abandonarlo definitivamente.

        Admito que, en ese momento, mi curiosidad, sin duda impulsada por el temor o el despecho, se limitaba a Marge, y rebuscaba entre sus pertenencias algún rastro de lo que se ocultaba tras su fachada inexpugnable. A raíz de descubrir su diario, pensé que alguien más del pueblo pudiera haber escrito algún testimonio de lo que ocurrió a comienzos de mayo, siete años atrás.

        Con la colaboración de Nicky, acometí un registro metódico y exhaustivo de todas las casas abandonadas de Roberta. No me supuso demasiado esfuerzo enseñarle la diferencia entre la letra impresa y la manuscrita, y, pertrechados con un par de linternas que encontramos, nos embarcamos en la labor con idénticas dosis de entusiasmo y meticulosidad, que ambos íbamos perdiendo, casi a la par, a medida que no descubríamos otra cosa que recetarios o cuadernos infantiles de deberes.

        El diario, en realidad una de esas agendas comerciales con propaganda de fertilizante en las cubiertas, se encontraba abierto sobre el escritorio, como si su dueño se hubiese ausentado un instante y pensara retomar su escritura en cuanto regresara. Una estilográfica se encajaba en el centro para impedir que el volumen se cerrase y se perdiera la hoja. El papel se encontraba amarillento, pero perfectamente legible.

        En la parte superior, apenas dos líneas, delineadas con una caligrafía redonda y pulcra.

        Ocho de mayo de dos mil dos.

        El día de ayer fue unverdadero infierno    

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora