XXXXVI

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Inmediaciones de Roberta, Alaska, 26 de Julio de 2009, Área 112

        Llueve. El camino no se encuentra en muy buenas condiciones y comienza a embarrarse. Me invade el temor de que el viejo Volvo no sea capaz de llevarme a mi destino, y el retraso sirva para echarlo todo a pique. No puedo descartar que Alison se haya adentrado en mi cabeza mientras dormía y ahora me persiga un ejército de mujeres mutantes enfurecidas.

        Tal como narró Helen, encuentro la puerta de la alambrada echada abajo y cruzo sobre ella con cuidado de no dañar el coche. De igual modo, me topo con las camionetas abandonadas y herrumbrosas frente a las edificaciones. Me adentro con cautela y determinación, atento a cada detalle y dispuesto a esforzarme por comprender los hechos y, en la medida de lo posible, no ser víctima de ellos. Pronto me topo con los primeros restos humanos. Aunque resulte desconcertante, constituyen mi mayor esperanza, pues invitan a pensar que, sea lo que sea lo que se oculta aquí, no afecta a todos del mismo modo. Aunque pudiera ser que algunos no tuvieran ocasión de encontrarlo. Al fondo del largo corredor, se distingue una puerta de acero entornada, similar a la de las cámaras acorazadas de los bancos; sobre ella, un letrero reza: "ZONA CLASIFICADA". No albergo duda alguna de que el destino me aguarda tras su umbral, pero prefiero explorar antes la zona de oficinas.

        Parece como si en estos despachos se hubiera celebrado un botellón multitudinario o hubieran sido el escenario de una decena de guerras fratricidas. Descubro los restos de varios incendios, y los pasillos están sembrados de papeles y vidrios rotos. Los muebles se encuentran reducidos a astillas, así como las puertas, y los archivadores metálicos han sido estrujados como latas de cerveza vacías. Las paredes están repletas de agujeros, y casi se antoja un milagro que el edificio entero no se haya venido abajo. Algunos de estos orificios muestran sus bordes chamuscados, invitando a pensar que hayan sido causados por alguna clase de explosivo, si bien otros aparecen limpios, y muchos tienen un tamaño reducido, como si fuesen producto de un mazazo, o del puño de un coloso. Otros muestran la perfección geométrica propia de los proyectiles de gran calibre.

          Examino sin mucha convicción los papeles que parecen alfombrarlo todo. Buena parte se han mojado y han sido pisoteados, o se han apelmazado por la humedad, y resultan ilegibles. Algunos son facturas, y también descubro alguna gráfica, pero la mayor parte de ellos están impresos con esa tipografía oriental y arcana que, en buena lógica, debiera ser japonesa.

        Entonces salgo a la calle movido por una intuición, o por algo que ha descubierto el subconsciente. Desde afuera, resulta evidente que hay tres hileras de ventanas, pero dentro no he accedido más que a dos plantas. Recorro una y otra vez la segunda planta a la búsqueda de un acceso a la tercera, sin éxito alguno. Entonces retomo la búsqueda en la planta baja. Quizás el acceso se encuentre en el interior de la zona reservada. Me aventuro a superar el umbral y, tras la puerta acorazada, vislumbro una estancia de unos tres por tres metros, delimitada por otra puerta idéntica, que completa un compartimento estanco. Resulta inconcebible que algo haya podido escapar de ellas, pues cuentan con más de medio metro de espesor. Además, un sistema de seguridad debiera haber requerido que una puerta se encontrase cerrada para abrir la otra. Pero ambas se exhiben entornadas. Tras la segunda puerta, un oscuro y largo corredor se adentra hacia el norte y hacia abajo, en lo que parece ser el montículo que hay tras el edificio. Sin duda voy a tener que bajar ahí, pero antes quiero saber qué es lo que se oculta en la planta superior.

        Mientras que rebusco en las camionetas, me domina la incertidumbre. Cabe dentro de lo posible que ahora mismo vengan a por mí y yo me esté dedicando a perder el tiempo. A cada instante, se torna más tentadora la idea de dirigirse a la zona reservada. Encuentro una lámpara de parafina en buen estado y, en otra camioneta, una escalera plegable, de esas que pueden formar o una V o extenderse, y además alargar cada uno de sus tramos. Calculo que, en total, podría alcanzar unos cinco metros.

        Pertrechado con ella, me dirijo a la parte trasera del edificio, la ubicada en la zona norte. Tal como sospechaba, allí es mucho más bajo, ya que la parte inferior parece incrustada en el montículo. No existe ninguna ventana practicada en esta cara, si bien hay una zona desde la que quizás pudiera alcanzar el tejado. Me he ajustado un arnés en el que cargo un hacha de leñador y una palanca de acero. Ya en la cubierta y tal como confiaba, descubro que existe un portillo que conduce al interior, que descerrajo sin dificultad con la palanca. Accedo a una sala en la que se ven armarios eléctricos, la maquinaria de un ascensor y también un generador de emergencia. Los rótulos están en japonés, pero pulso sobre el botón verde y el generador arranca al instante, haciendo que cobren vida los fluorescentes del techo.

        La sala se encuentra cerrada por una puerta cortafuegos, que me cuesta más de media hora forzar, cuando ya casi me había decidido a rendirme. Por la parte exterior, la puerta está chapada en caoba y conduce a una amplia estancia, suntuosa y diáfana, sin duda de más de mil metros cuadrados. Las únicas divisiones practicadas en la misma son el cuarto de servicios por el que he accedido, un pequeño cubículo de vidrio traslúcido que aloja al inodoro y una sauna de madera. También hay una piscina, de unos cinco metros de largo, y un pequeño campo de golf, cubierto de césped artificial, ambos situados en el extremo opuesto al del cuarto de servicios, y disimulados tras un parapeto de bloques de vidrio traslúcido de un metro y medio de altura.

        Por primera, y quizás última, vez en la vida, disfruto de la estancia en un despacho de alto ejecutivo. El único acceso al mismo, al margen del que me he valido yo, es un ascensor accionado con llave. Las ventanas cuentan con vidrio blindado y no se pueden abrir. El escritorio de cristal, en un entorno en el que predominan los tonos blancos, apenas resulta perceptible gracias los objetos situados sobre el mismo, monitor, teclado y ratón, y dos fotos enmarcadas en plata. En una de ellas se distingue a una mujer japonesa vestida con el traje tradicional y la clara pintada por completo. Parece muy hermosa. En otra se la ve a ella, esta vez vestida al modo occidental, junto a un hombre rechoncho y con gafas y dos niños, también rechonchos y con gafas, vestidos con chaqueta y corbata, quizá un uniforme escolar. En esta resulta evidente que la mujer ya es más mayor, pero igualmente bella. A su modo, es posible que casi tanto como Marge. Se esfuerza por parecer sublime, tal como es su obligación, mientras que el marido y los niños posan con indolente desgana.

        A la diestra, unas cajoneras de madera negra, cerradas con llave. Resultaun juego de niños forzarlas con la palanca. En el cajón superior, encuentromaterial de oficina, organizado con pulcritud, y tarjetas de visita, en inglésy japonés, que dan fe de que su dueño era el director general de la compañía.El segundo cajón está reservado a comics "manga" pornográficos, en los que lasprotagonistas femeninas aparentan tener diez años a lo sumo. En el tercercajón, sólo un ajado cuaderno de viaje, un Moleskin. 

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora