XXXXI

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Roberta, Alaska, 24 de Julio de 2009, casa de las gemelas Olsen.

        Este es el segundo conciliábulo al que asisto, confío en que en esta ocasión con voz y voto. No he podido dormir en toda la noche, pensando en cómo encarar la reunión. Ayer hablé con Helen y Rita; dado su carácter, no me supuso demasiado esfuerzo convencerlas. Me consta que Roberta me concedió el uso de la lata como una última voluntad para la condenada, y la hostilidad de las gemelas hacia ella es manifiesta. Mis relaciones con Alison a lo largo de los últimos días no han sido las mejores, y parece probable que pretenda vengarse de mí en la persona de Marta. También traté de convencer a Marge, pero, con su ecuanimidad característica, se negó a hablar del asunto fuera de la reunión.

        Como cabría esperar, es justo ella la que abre el debate.

— No vamos a andarnos con rodeos: estamos aquí para hablar sobre lo que debemos hacer con la mujer que llegó ayer. Quien tenga que decir algo, que lo haga ahora.

— Debemos deshacernos de ella, es un problema engorroso.

        Alison interviene sin molestarse en ocultar un ostentoso desprecio. Sus ojos se clavan en los míos, dejando claro a quién va dirigido en realidad su aserto. Por supuesto, yo no puedo permitir que el asunto quede así.

— Una plaga de termitas es un problema engorroso; Marta es una persona, con sus miserias y aspiraciones, como cualquiera de nosotros. Además, es amiga mía desde hace años y está aquí por mi culpa, y también a causa de lo que algunas de vosotras hicisteis hace un par de meses.

        Helen y Rita acusan el golpe, que no va dirigido a ellas. Las gemelas bajan la mirada, mucho más de lo que esperaba de esa primera aproximación. Alison, a quien no se le pasa por alto la reacción, parece a punto de hervir.

— ¿Nada más que amiga?

— No es poco ser amiga; más de lo que podría decir de ti en los últimos tiempos.

        Alison queda noqueada por el mazazo, para el que se ha expuesto a placer. Roberta asiste a la escena con impaciencia, aguardando su momento de intervenir. Intuyo que va a ser mi adversaria más correosa en este punto. Cuando me dirige la mirada, sus ojos se encuentran con los míos, que no se separan de ella, pretendiendo intimidarla. Se limita a mirar al extremo opuesto, donde se encuentran las gemelas.

— Parecía decida a toda costa a hacer intervenir a la Policía.

— Escucha, Roberta —aguardo hasta que no le queda otro remedio que devolverme la mirada para no parecer descortés— es lógico que a ninguna de vosotras le resulte atractiva la idea de que le interrogue la policía, pero piénsalo bien: ¿crees que algún tribunal se atrevería a juzgarte por matar a alguien con tus poderes paranormales? Además, siempre se le podría echar la culpa al ejército: estoy convencido que no guardaron registro alguno de su intervención en este pueblo, que además fue ilegal e irregular. No me cabe ninguna duda de que altas instancias se apresurarían para que el procedimiento se abortara con la máxima discreción.

— Puede ser que tengas razón —Interviene Marge— pero no estoy dispuesta comprobar si te equivocas por el capricho de una novia despechada, o lo que sea —así que de esto se trata: está celosa— En breve voy a tener a mi hijo —el uso del posesivo en singular me escuece como un trallazo— y no quiero exponerme al menor riesgo, si bien es cierto que no podemos deshacernos de ella como si fuera un perro sarnoso, ni nos podemos pasar la vida pendientes de vigilarla las veinticuatro horas. Te damos una semana para que la hagas entrar en razón. Pasado ese plazo, Alison la examinará: si no es fiable al cien por cien, la encerraremos en otra de las cámaras del matadero.

        Resulta evidente que no se ha limitado a hablar, sino que ha dictado sentencia. Alison sonríe con perversa satisfacción, dándome a entender que más me vale irme aprendiendo el camino del matadero. El resto se apresura a marcharse, incluso Helen, que debe seguir nuestra misma ruta.

        Le ofrezco mi brazo, pero finge ignorarlo. No permito que eso me desanime y apoyo mi mano su hombro.

— Una semana no es mucho tiempo; quizás debieras comenzar a convencerla.

— Es posible que lo haga luego. Ahora te voy a acompañar a tu casa —ahora fui yo quien subrayó malévolamente el adjetivo—. Estoy deseando que nazca tu hijo y, si me lo permites, me gustaría actuar con él como un padre.

        Marge parece avergonzada y hacemos la mayor parte del camino en silencio. Antes de entrar, me decido a formular la cuestión que vengo rumiando.

— ¿Estás celosa, Marge?

— ¿Por qué habría de estarlo? ¿No retozas con el resto de las mujeres, incluida Roberta?

— Sabes que contigo es diferente, igual que con ella. Quizás no estés dispuesta a compartir esto.

Marge se ha sonrojado. Ambos permanecemos en el umbral, como una pareja de adolescentes.

— Sabes que es lo único razonable que podemos hacer.

        Tiene razón. Es posible que esté celosa, pero esto no impedirá que Marge sea razonable, pues el razonamiento es su naturaleza.

— ¿Me permitirás que venga a dormir contigo?

— Claro que sí, tonto.

        Se despide de mí con un largo y profundo beso de novios impúberes. 

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora