XIII

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Roberta, Alaska, 15 de Junio de 2009, casa de Helen Davis.

        Cuando abre la puerta, Helen me contempla como si fuese un aparecido. No le concedo tiempo para salir de su asombro, ya que la desnudo y la poseo con acuciante urgencia allí mismo. Antes de partir de casa de Roberta, he aspirado una última inhalación del trapo, y he tenido que realizar verdaderos esfuerzos para contenerme y, en lugar de abalanzarme sobre el montón de huesos y pellejos arrugados que aún dormían bajo el dosel, partir a la carrera hasta aquí. La puerta no ajusta bien y tabletea con cada uno de mis embates. Con el estruendo, Marge se despierta y sale en camisón hacia el baño. A pesar de que nuestra presencia resulta notoria, entre otras cosas porque no me preocupo por hacerla discreta, muy al contrario, no evidencia ningún signo de percatarse.

        Por un instante, estuve tentado de robarle el trapo a Roberta y emplearlo con Marge. A despecho de la prevención que me inspira, no soy inmune a su inmensa y gélida belleza, y el desapegó con el que me utilizó la semana pasada todavía me escuece en el amor propio. Pero el temor es más fuerte que el deseo, incluso que el despecho.

        Los efluvios del trapo son poderosos, máxime tras haber transcurrido una semana sin utilizarlos, y todavía perduran. Helen lo celebra mientras la vuelvo a hacer partícipe de sus frutos en el salón.

        Tras el coito, estoy tendido boca arriba, en el sofá. Helen reposa sobre mí, abrazada. Me imagino cómo podría haber sido disfrutar de esta mujer en el ochenta y tres, cuando era casi tan hermosa como su sobrina.

— Helen, ¿cuántos años tiene Marge?

Un estremecimiento recorre su cuerpo e incluso se diría que cesa de respirar. Trata de incorporarse, pero ahora soy yo quien la entrelaza con brazos y piernas.

— La vi en la foto de la escuela.

        Helen arranca a llorar y soy capaz de insistir. El llanto femenino me doblega la voluntad y me inculca sentimientos de culpabilidad. No obstante, adopto la determinación de averiguar más.

        Helen se marcha al baño e, instantes después, se escucha la ducha. Aprovecho para ir a la cocina, donde se escucha afanarse a Marge.

— Buenos días.

        Para mi sorpresa, me tiembla la voz y el corazón me late apresurado. Luce un casto camisón infantil y, a pesar de que el busto lo haga parecer a punto de estallar, en este momento no aparenta más de quince años.

— Buenos días.

— Cuándo es tu cumpleaños.

— El quince de septiembre.

— ¿De qué año?

— De todos. No varía de fecha.

— Me refería a que en qué año naciste.

— ¿Y por qué quieres saberlo?

        Me ha interpelado con el mismo tono neutro que ha empleado a lo largo de la breve conversación, pero en su pregunta parece ocultarse una amenaza. Entonces pienso en Helen, y en que, quizás, con mi indiscreción la esté poniendo en peligro, y al instante me arrepiento de haber iniciado la charla. Marge ha depositado la cuchara sobre el cuenco de cereales y se diría que me observa; de nuevo, vuelvo a sospechar que su ceguera es fingida. En todo caso, resulta evidente que aguarda mi respuesta y no me parece prudente desairarla.

— Tienes aspecto de tener doce o trece años —exagero— si bien tu conducta es la de alguien de mucha más madurez.

Parece haber dado por buena mi respuesta evasiva, pues empuña de nuevo la cuchara. Me apresuro a marcharme, si bien ella se adelanta.

— ¿Te hubieras acostado con una muchacha de doce años?

        Sin duda, la pregunta es perversa. Nada en sus gestos ni en la entonación permiten adivinar qué se esconde tras ella, pero no se me antoja una buena idea dejar de responder.

— No lo sé. Quizás contigo sí.

        Cuando sale de la ducha, Helen me pide que no volvamos a hacer el amor delante de Marge. No lo ha postulado con mucha convicción y yo me limito a mirarla en silencio. Mientras se afana con mi ropa sucia, rebusco en librería del salón y encuentro un libro de Jack London. Mientras lo hojeo, Marge pasa junto a mí con destino a su cuarto. Ha dejado la puerta abierta. Me descalzo y me dirijo hasta el umbral con el máximo sigilo, conteniendo la respiración. Se viste con su torpeza habitual y no evidencia síntomas de que sospeche que está siendo espiada. Hasta que se vuelve hacia mí y se quita el sostén, dejando al descubierto su pecho.

— ¿De verdad piensas que tengo doce años?

        Sin duda me ve. A pesar de ello, ni siquiera se permite una sonrisa. Sus ojos parecen atravesarme y sus pechos, níveos y perfectos, mirarme con escrutadora fijeza. Aun así, juraría que me ve.

        Helen aparece por el pasillo y asiste a la escena con iguales dosis de prevención y pasmo.

— Cuando ayer fornicabas con Roberta, ¿también pensaste que ella tenía doce años?

        Continúa luciendo la misma expresión imperturbable, si bien, de algún modo, parece sonreír. La elección del verbo "fornicar", que en su boca ha sonado especialmente obsceno y ominoso, me causa un escalofrío. Miro a Helen, y no me cabe duda de que se encuentra aterrada. Yo también. Por eso soy el primer sorprendido al escucharme.

— No todo se reduce a un culo y un pecho perfectos. Ni siquiera a una cara como la tuya.

        Después de comer, Helen se retira al dormitorio; alega que no seencuentra bien; Margue se encierra en el suyo y yo me dedico a registrar lacasa, animado por la absurda convicción de que bajo este techo podría encontrarla explicación del sinsentido que reina en el pueblo, si bien no hallo más que elcúmulo de trastos inútiles que se acumulan en cualquier hogar. No encuentroningún álbum de fotos, ni siquiera una foto enmarcada. 

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora