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Cerca de Roberta, Alaska, 25 de Mayo de 2009, 11:41 AM

        Sin duda voy a morir. Cuando la torre de control me anunció que había desaparecido de sus radares, hace ya casi una hora, comencé a temérmelo, si bien con esta irracional incredulidad con la que descartamos lo inevitable. Al surgir del banco niebla, espeso como nata montada, con la misma brusquedad que si hubiera estado atravesando una inmensa tarta y ahora brotase de ella, destierro cualquier duda. Me encuentro frente a un coloso pétreo que aguarda inexorable, indiferente a la tragedia que me depara. Aun así, trato de virar al oeste para evitarlo, por más que soy consciente de la inutilidad de esa última y desesperada tentativa.

        La cordillera que monopoliza el horizonte no debiera estar allí, si bien yo tampoco debiera encontrarme en Alaska, y mucho menos tratando de pilotar este remedo de aeroplano, un ataúd con alas en el que voy a encontrar el fin, pero la vida casi nunca suele ser como debiera, salvo para unos pocos privilegiados, como Marta. A Marta le correspondería hallarse aquí, compartiendo mi destino y la exigua cabina de la avioneta. En ese caso, ella hubiese tomado los mandos (jamás permite que un hombre gobierne ninguno de los vehículos en los que viaja) y hubiera sido suya la responsabilidad y la impotencia. Aunque dudo que Marta se hubiese visto en esta tesitura, pues parece gozar del beneficio de un ángel protector que la libra siempre de estos trances, como lo prueba el hecho de que no me acompañe ahora.

        No entiendo cómo pude dejarme convencer. A despecho de que la efímera tregua de los rigores que en estas latitudes se conoce como verano comience a mostrarse con timidez, volar en semejante cachivache constituye siempre una locura, más para alguien habituado sólo a pilotar grandes aviones de carga.

        Pero Marta siempre se ríe de estas cosas, al igual que se mofó de la prevención que me inspiraba mudarme a Alaska para sumar horas de vuelo a mi magro currículo de piloto recién titulado. No es sencillo soportar que una mujer se burle de ti, sobre todo si te sientes atraído por ella de una forma tan incomprensible como obsesiva, y además se empeña en tratarte como un camarada y se limita a emborracharse contigo, mientras se pasa por la piedra a la mitad de los chiflados que se aventuran a sobrevolar este maldito infierno helado.

        Marta no es particularmente guapa; es bajita y comienza a mostrarse un tanto rechoncha, pero exhibe un carácter explosivo y arrollador que la convierte en el centro de la conversación cinco minutos después de entrar en cualquier lugar, así como en la piloto más popular de los contornos, a pesar de que apenas llevemos once meses en Alaska.

        No obstante, en esta ocasión, la culpa fue de Danilo y sus malditos spaghetti. Su madre tiene la costumbre de enviarle pasta fresca, elaborada con sus propias manos, cada cierto tiempo. El vuelo que debía traer el paquete se había retrasado por problemas con un flap; al final, se había cansado de esperar en el aeropuerto y se marchó a su casa. Los spaghetti llegaron unas trece horas después de su partida, y Marta se empeñó en llevárselos. No es que mi amiga encarne un paradigma de altruismo, pero se rumorea por ahí que a Danilo y Shayla, su esposa, les gusta hacer intercambio de parejas. Es cierto que no conozco a nadie que pueda atestiguarlo en primera persona, pero el rumor es inacallable. Danilo sobrelleva de modo envidiable casi cincuenta años, y es uno de esos afortunados para los que parecen haber sido diseñados los trajes y que vuelven locas a las mujeres; un neoyorkino un tanto chulete y demasiado pagado de si mismo. Su mujer cuenta con pocos más de cuarenta, y luce unos bonitos ojos y un busto opulento, casi de otra época. A mi no me atrae demasiado; la frondosa cabellera, que le nace casi de los ojos, y el exuberante vello, que, por más que sea rubio, exhibe sin reparo alguno, me causan una insoportable repulsión. Pero la ocasión me brindaba la oportunidad de acostarme también con Marta, si es que el encuentro acababa en orgía, y no la pensaba desaprovechar. A los veinte minutos de tomar tierra, frente a la primera cerveza, un sobrecargo nos anunció la llegada del paquete y añadió que Danilo lo había estado aguardando varias horas. Marta formuló la proposición (en realidad, más que tal, fue un anuncio, ya que no llegué a exponer objeción alguna por mi parte, ni ella se planteó que las pudiese manifestar) con desconcertante naturalidad, como si me estuviera invitando a ir al cine. Quizás me demoré un instante de más en responder, porque Marta se apresuró a animarme.

— No seas tonto. Me han dicho que Shayla fue mascota de Penthouse y que sabe hacer cosas que no vienen en los libros; sin duda, es el mejor polvo de toda Alaska.

        De esta forma, tan simple y estúpida, se urden las desgracias. Marta se aproximó a un corrillo de pilotos que debían llevar un buen rato libres de servicio, pues se les apreciaba bastante achispados, y, cinco minutos después, retornaba exhibiendo las llaves de una avioneta como si fuesen un trofeo deportivo. Se empeñó en que ambos nos duchásemos y nos mudásemos de ropa antes de partir. De no haber sido por este retraso innecesario, todo habría ocurrido de otro modo. A la puerta de los vestuarios, nos encontramos con Martin Grift, el jefe de personal, que se dirigió a Marta como un náufrago que vislumbra una balsa; necesitaba a alguien para cubrir una baja y, por supuesto, Marta aceptó, a pesar de que resultaba del todo irregular, ya que acabábamos de aterrizar y no podíamos volar hasta doce horas más tarde. Martin se pasaba la legislación internacional (mucho más la laboral) por el forro, al igual que Marta, que un instante después me entregó las llaves y un casto beso.

— Disfrútalo, truhan. Emborráchate con él, y seguro que no le importa que retoces un rato con Shayla.

        Todo pudo suceder de otro modo. Hubiera bastado con que retornara a la cantina y le devolviera las llaves a Marc Gimbert, el canadiense, de cabeza calva y reluciente, como la luna, que se las había prestado, y me hubiese marchado a dormir, tal como me pedía el cuerpo. Pero ese modo de obrar habría causado que Marta se burlase, una vez más, de mí y pusiera en duda mi virilidad, penitencia a la que, de ningún modo, me quería exponer. De este modo, unos instantes más tarde, me encontraba en una de las pistas secundarias, tratando de hacer despegar a esa suerte de motocarro volador que va a suponer mi fin.

        A la media hora de partir, comprobé que comenzaba a formarse hielo sobre las alas, una inconveniencia inconcebible en esta época del año, y traté de tomar altura para evitarlo. Entonces me topé con el banco de niebla y ya no pude volver a ver las alas, ni nada más allá de mis narices, pero el hielo debía seguir cristalizando sobre ellas, porque la aguja del altímetro caía de modo tan lento como inexorable. Desde Fairbanks, me ordenaban una y otra vez que ganase altura, como si fuera posible. Hasta que anunciaron que había desaparecido de sus pantallas y asumí que el fin era inevitable.

        La montaña, como tal, ha desaparecido, y ya sólo distingo las piceas y cedros amarillos que pueblan su base, cada vez con mayor detalle, prueba inequívoca de que el impacto es inminente. Para mi sorpresa, el aparato gira de súbito, como si un coloso lo hubiese aferrado y cambiado su rumbo, y, en lugar del bosque, puedo contemplar un pequeño pueblo, unas cincuenta casas, y una decena de granjas en torno suyo. Me dirijo hacia un rústico aeródromo, un explanada no muy generosa y un poco más llana que el resto, en la que hace unos años se talaron los árboles y se pasó un motonivelador. Trato de enfilar la pista, pero los controles no responden en absoluto. Tengo la impresión de hallarme en un avión de tiovivo, donde los mandos constituyen un mero adorno, mientras la aeronave oscila de un lado a otro, sin que sus movimientos guarden correspondencia alguna con mi desesperada manipulación. Casi he llegado al comienzo del burdo campo de aviación, si bien conservo demasiada velocidad y la nave se escora cada vez más hacia la izquierda. El tren de aterrizaje se hace pedazos con el impacto y el ala izquierda topa contra el suelo; la avioneta se encabrita y las aspas de la hélice se hacen añicos, que salen disparados como proyectiles; el mayor de ellos, destroza una de las ventanillas laterales. No obstante, en lugar de comenzar a dar vueltas de campana y desintegrarse, la aeronave permanece suspendida en un ángulo imposible, como si la sustentase una grúa, y se detiene en apenas un par de segundos.

        Unos cincuenta metros más allá, cuatro mujeres discuten con ahínco; dos de ellas parecen idénticas y, alternativamente, se encaran con cada una de las otras dos. En todo caso, no parecen prestarme ninguna atención, como si en esa pista se estrellase un avión cada cinco minutos. Cuando abro el portillo de la carlinga, deciden aparcar sus diferencias y todas me observan. Por el rabillo del ojo, alcanzo a distinguir algo que se acerca disparado hacia mí, quizás uno de los fragmentos que adornan el suelo en torno al punto de impacto. Aunque procuro esquivarlo, percibo un duro golpe y todo se ennegrece.

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora