XXII

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1 de mayo de 2002, diario de Alicia Sterling.

        Ojalá la última palabra que escribí en este diario (fin) hubiese sido cierta. Hoy ha ocurrido algo terrible. Incluso me maravillo de que cuente con la serenidad precisa para poner lo sucedido por escrito, pero intuyo que narrar los hechos es la única forma de conjurarlos para que abandonen mi cabeza, quizá una especie de terapia.

        El hombre al que llamaban Sideburns, o el que alguna vez fue él, apareció por el drugstore a media mañana. Sideburns era una suerte de buhonero; venía de cuando en cuando por Roberta y se dedicaba a limpiar chimeneas, reparar canalones y alguno de esos otros pequeños trabajos que nadie quiere hacer. También ejercía de chatarrero y se llevaba cualquier trasto viejo que una guardase en casa y se quisiera deshacer de él. Era un hombre bajo, menudo y casi calvo, a excepción de una estrecha tira tras las orejas y las exuberantes patillas pelirrojas a las que debía el nombre.

        El hombre que apareció por aquí poco tenía que ver con él, aparte del rostro, pues medía más de tres yardas, una montaña de puro músculo, semejante al increíble Hulk, pero cubierto por una tupida capa de vello rojizo, como la de un orangután joven.

— Chúpamela, guarra.

        Iba completamente desnudo y empuñaba con la diestra su pene erecto y monstruoso, de unos dos pies de largo y más ancho que mi brazo, también cubierto de vello a excepción del glande, de un violeta rabioso y brillante. Se aproximaba hacia mí, que retrocedía hacia el fondo el mostrador. El agente forestal Stokes, que por fortuna se encontraba allí, desenfundó su arma y le ordenó detenerse. Cuando Sideburns se volvió, le vació encima los cinco disparos de su colt treinta y ocho (llevaba el percutor reposando sobre un cartucho quemado para no volarse un pie por accidente), sin que, en apariencia, le infringiese demasiado daño. Con sorprendente agilidad, interceptó a Stokes, que pretendía ganar la entrada, y con una sola de sus titánicas manazas le estrujó el cráneo, que reventó con un chasquido húmedo y apagado, como una sandía al caer al suelo. Yo aproveché para salir por la puerta del almacén y huir corriendo y dando voces.

        Apenas había puesto el pie en Main Street, cuando me atrapó por el pelo y me llevó a la cabeza hasta su miembro. Pretendía que me lo introdujese en la boca, pero sus dimensiones lo impedían, a pesar de que me desencajó la mandíbula, causándome un dolor punzante y ardiente. Aun así, su fuerza le habría permitido lograr su propósito, aunque fuera a costa de rasgar carne y quebrar huesos, de no ser por los disparos. Primero fue una escopeta del calibre doce, a la que, casi de inmediato, le siguió un Winchester y después un montón más, desde todos los ángulos. Por fortuna, vivimos en una zona donde no es raro ver pasear osos por las calles, y casi todo el mundo guarda algún arma en casa. Al principio, él me arrastraba de un lado para otro, enfurecido por los disparos, que constituían algo molesto, pero no letal para su aberrante naturaleza. Fue un verdadero milagro que no me alcanzase ninguno, pues muchos de ellos fallaban su objetivo y levantaban esquirlas del suelo a mi alrededor. Sólo parecían causarle algo de daño las balas de siete milímetros procedentes de los rifes de caza. Yo misma pude ser testigo de cómo una andanada de postas impactaba en su espalda y apenas llegaban a penetrar; de hecho, algunas de ellas se salieron de sus agujeros tras el impacto. Hasta que escuché algo parecido a un cañonazo y cayó exánime. Después me enteré que había sido Lucas Dwell: poseía un arma ilegal, un rifle del calibre cincuenta, el que emplean los NAVY SEALS, que fue el único capaz de abatir al monstruo que una vez fue Sideburns.

        No resultó complicado deshacer su camino en el pueblo, bastaba con seguir el rastro de destrucción que había dejado a su paso. Así se descubrió que en primera instancia había atacado a Mary Svenson, a la que literalmente reventó con su falo. Mary no era exactamente una prostituta, si bien encarnaba lo más parecido que se podía encontrar por estos contornos. Tenía unos cincuenta años y era alcohólica; yo nunca pude entender cómo alguien podía pagar por mantener sexo con ella, pero era del dominio público que por diez dólares efectuaba una masturbación y que por veinte accedía a realizar una felación.

        Aunque resulte incomprensible, y sin duda mezquino, me enfurece mucho más que me haya escogido como segunda víctima, tras ella, que el mero hecho de que haya estado a punto de morir, ya que esta secuencia me sitúa en la zona más alta de una suerte de jerarquía inmoral y despreciable, a pesar de que no he tenido contacto con más hombres que con Jacob.

        Por supuesto, lo siguiente que hice fue preguntarle a mi esposo qué ha contado sobre mí. Sé que los hombres dicen muchas estupideces cuando toman unas cervezas. Él se ha limitado a negar, pero sus ojos delataban un vestigio de culpa.

        Sé que es una barbaridad, pero odio a mi marido. Nunca me ha dadomotivos de queja y, de pecar de algo, sería de simple, pero por su culpa soyconsiderada por los hombres de Roberta la que sigue a Mary Svenson en su escalade inmundicia. Ha traicionado mi confianza y espero que Dios le perdone, peroyo no puedo hacerlo. 

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora