VI

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Roberta, Alaska, 8 de Junio de 2009, casa de las Gemelas Olsen

        Anoche, mis tres compañeras volvieron a discutir en neerlandés. Al igual que en la anterior ocasión, lo único que acerté a comprender fueron los nombres de Roberta y Anita. Esta última cada vez me intriga más.

        Por la mañana, Abbey salió de casa a primera hora con el bote de café bajo el brazo. A Fiona y a Rita se las percibe preocupadas y distantes, por lo que hoy ni siquiera me he planteado acercarme a ellas.

        Ya hace más de una hora que partió Abbey, y los ojos de Fiona destilan inquietud y, a la vez, una determinación salvaje. No cesa de discutir en neerlandés con Rita, y esta ni siquiera se molesta en responder cuando, por aliviar la tensión, pregunto si le apetece un té.

        Admito que Fiona me inspira pánico, así que me quito de en medio y me dedico a investigar en el desván, que se encuentra junto a la habitación en la que estuve encerrado, con la esperanza de encontrar algún libro en las cajas que se apilan por toda la estancia.

        Apenas llevo un par de minutos dedicado a la tarea, cuando alcanzo a escuchar los gritos de Fiona.

— Dejadla, hijas de perra, si no queréis que os mate a las dos.

        Por el ventanuco, gemelo del que hay en el dormitorio, avisto la comitiva que se avecina. Abbey, que sin duda debe estar controlada por Alison, seguida de esta (imagino, pues es la única negra del grupo) y Roberta, que la toma del brazo (se ve que encuentra alguna dificultad para manejar a un tiempo su cuerpo y el de Abbey); a continuación, la que debe ser Marge, del brazo de Helen. Tal como afirmaba Nicky, es guapa, sin duda la mujer más hermosa que he tenido ocasión de contemplar jamás. Hablando de Nicky, de súbito me percato de cómo su cabeza se aprieta contra la mía para espiar lo que ocurre afuera. A excepción de la misteriosa Anita, estamos reunidos todos los habitantes de Roberta.

— Deja de hacer el bobo, Fiona. Esto no se puede prolongar indefinidamente, así que abre la puerta —sentencia Roberta.

— ¿Qué pretendes?

— Hablar, nada más.

— No me fío.

— Déjate ya de estupideces. Si quisiera mataros, ya lo habría hecho. El intruso está afectando a la convivencia del pueblo, y debemos solucionarlo.

— Esto no es asunto tuyo, y no tienes por qué meter las narices.

— Sí que lo es. Habéis llegado a la degeneración de usar la droga de Anita. Abbey está en los huesos y seguro que tú también.

— Eso es cosa nuestra.

— No, no lo es. En una comunidad tan reducida como la nuestra, nadie puede ser ajeno al destino del resto. Lo que más me sorprende es que también Rita se haya sumido en vuestra misma locura. Vosotras sois unas degeneradas, pero nunca hubiera esperado esto de Rita.

— También soy humana, Roberta —interviene la aludida— y necesito un hombre.

— Esto no es más que puro vicio.

— Qué sabrás tú.

— Lo sé todo. Sé que os habéis estado drogando, pues eso es en verdad lo que hacíais, y estoy al tanto de cómo os habéis pasado el día ayuntados como bestias, incluso la niña ha sido testigo.

— Lo que haga en mi casa es cosa mía —interviene de nuevo Fiona.

— Abre la puerta de una vez. Aquí estamos todas las mujeres del pueblo, salvo la abominación, y no nos vamos a marchar hasta que solucionemos esto de una vez por todas.

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora