XIV

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        Aunque no impera la pulcritud propia de la residencia de donde procedo, debo reconocer que Alison se ha esforzado y su casa comienza a dejar de parecer una pocilga. Tras felicitarla por el cambio, anuncio que voy a recompensarla y la llevo en brazos hasta el dormitorio, donde se percibe el olor a suavizante en las cortinas y la ropa de cama. No debo esforzarme mucho en fingir, pues ayer Helen no quiso volver a acostarse conmigo y este ha constituido mi periodo más largo de abstinencia desde que llegué a Roberta.

        He sido testigo del poder de la mujer que me acompaña, y me he decido a ganármela como aliada, por lo que me dedico a hacerla disfrutar durante más de una hora y después la poseo de un modo apasionado y salvaje. Mientras yacemos agotados, le confieso, con aire de sincera confidencia, que no se lo diga a nadie, pero que ella es la que más me hace disfrutar en la cama. Me deshago en alabanzas sobre sus tetas, que rubrico mordisqueándolas y abarcándolas con ambas manos. Después, como quien no quiere la cosa, le pregunto por la edad de Marge.

— Pues no sabría decirte con exactitud.

— Pero son más de treinta, ¿verdad?

— Por ahí debe andarse.

— Pero aparenta como mucho dieciocho, incluso menos.

— No es de las cosas más raras que pueden verse en Roberta.

        Después le relato cómo el domingo vino a buscarme Roberta, y no omito el hecho de que la vieja bruja era virgen. Sus ojos desvelan un brillo malévolo y no cesa de preguntarme sobre todos los pormenores de la jornada, que le describo en detalle e incluso coloreo un poco con mi imaginación, por supuesto omitiendo el detalle del pedazo de trapo viejo que conserva. Sin duda, se encuentra resentida por las veces que se ha visto obligada a obedecerla, y disfruta del relato como una niña en una tienda de caramelos.

        En torno al mediodía, se escucha el sonido de un aeroplano, que al poco puedo identificar como bimotor por el zumbido gemelo. Alison me confiesa, devorada por la ansiedad y la duda, que se trata de Wilmer, "Wings", Williamson, el hombre que, una vez al mes, en primavera y verano, se acerca para aprovisionarles. Resulta evidente que no sabe qué hacer; aunque se esfuerza por no demostrarlo, no se acaba de fiar de mí. Adelantándome, le propongo que yo me quede en casa de Roberta y ella se encargue de recoger el pedido de ambas.

       Roberta me invita a tomar té. Mientras lo prepara, me sitúo tras ella, le enlazo la cintura y la beso tras la oreja.

— Disfruté mucho el domingo.

— Déjate de tonterías —se queja sin mucha convicción y con evidente falsa modestia.

— Puede que pienses que soy un pervertido, pero has sido la mujer con la que más he gozado. De hecho, estoy deseando que llegue el próximo domingo.

— ¿Lo dices en serio?

        Su pregunta revela genuina curiosidad. Y también mucha candidez. Subo las manos hasta lo que un día fueron sus pechos, hoy un par de pellejos fláccidos, la beso junto a la nuca y percibo cómo se estremece. Aunque resulte inconcebible, y por más que sea consciente de que he iniciado la farsa sólo para seducir a la vieja y tenerla de mi lado, o quizás justo a causa de esto, el caso es que la situación me excita y me restriego contra ella para que se percate.

— ¿Has visto cómo me pones? El domingo te voy a hacer chillar como una loca. Te lo haría hoy, pero tú eres capaz de escurrirme como una esponja, y no quiero que se enfade Alison. Aunque podemos hacer otras cosas.

        Mientras mi mano inicia la exploración entre sus ajados muslos, una tazase cae y se hace añicos en el fregadero. 

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora