XIX

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13 de Abril de 2002, diario de Alicia Sterling.

        Aprovecho este momento, cuando las niñas están en clase, Jacob en el aserradero y casi ningún cliente aparece por el drugstore, para retomar el diario. El segundo punto clave de la historia aconteció en mil novecientos noventa y nueve. En abril se comenzó a rumorear que los terrenos del área habían sido adquiridos por una compañía japonesa. Al mes siguiente, apareció la maquinaria pesada y grandes camiones con el logotipo de MIHL Ltd. (Matshiko International Health Labs).

        Por supuesto que la gente del pueblo receló de los nuevos propietarios: una cosa era tener de vecino al ejercito, por peligrosas que fueran las actividades que desarrollasen en el área, y otra, muy distinta, a unos intrusos extranjeros, con los que algunos, como Jeremiah Wilkings, recordaban haber estado en guerra. Pero no existe argumento de mayor contundencia que contemplar cómo se va amontonando un dólar tras otro: el drugstore multiplicó sus ventas por cuatro y el aserradero trabajaba a plena producción. De algún modo u otro, todos los habitantes de Roberta se beneficiaron de la súbita revitalización de su economía, si bien la mayoría éramos conscientes de que la totalidad de esta nueva y floreciente actividad desaparecería así que concluyesen las obras, algo que sucedió la primavera siguiente. Entonces toda esa riada de actividad frenética, desconocida en este rincón del mundo, se extinguió de súbito y Roberta volvió a convertirse en ese lugar mortecino y aislado que había sido siempre.

        A mí me recordó una fiesta de fin de curso. Tras apagarse las luces y extinguirse la música, al día siguiente sólo queda el gimnasio de siempre, y un montón de basura por recoger. A la mayoría nos dejó unos pequeños ahorros en el bolsillo, si bien hubo quien, convencido de una forma tan errónea como ilusoria de la persistencia de este nuevo estado de pujanza, se embarcó en gastos excesivos que lo dejaron lleno de deudas.

        Al margen de estas pequeñas tragedias, el área 112, o lo que quiera que fuese ahora, para nosotros volvió a convertirse en algo tan distante y disjunto a nuestra propia vida como lo había sido siempre. Contaban con su propio aeródromo y un camino asfaltado que enlazaba con la carretera a Fairbanks, por lo que los trabajadores ni siquiera se dejaban caer por aquí para tomar una cerveza o comprar la prensa. De este modo, el área pasó a convertirse en poco más que un lugar en los recuerdos.

        Hasta que estalló la tragedia.

        Ocurrió el quince de julio de dos mil uno. Al menos para nosotros. Era domingo y la mayoría nos encontrábamos en la iglesia; el reverendo Sthephen Swann no se caracterizaba por su elocuencia, y sus sermones se podían calificar de muchas formas, pero nunca como amenos, si bien acudíamos a los oficios porque para los naturales de Roberta significaban uno de los pocos actos sociales de los que se podía disfrutar en esta tierra de aburrimiento y soledad. El pastor se encontraba enfrascado en la homilía, cuando aparecieron los soldados. Vestían esa suerte de atuendo futurista, semejante a una escafandra espacial, que yo sabía, gracias a los documentales que había contemplado sobre la operación "Tormenta del desierto", que era el uniforme NBQ. Dos de ellos portaban M16, empuñados en sentido oblicuo y con el cañón apuntando ligeramente hacia abajo, pero con el índice en el gatillo, actitud que no resultaba del todo amenazante pero que evidenciaba que no se limitaban a acarrear las armas. El tercero, que parecía ser el jefe y caminaba delante de los otros, portaba una pistola automática en el cinto. Subieron al estrado y apartaron al padre Swann. El que parecía ser el líder indicó que debíamos marcharnos a nuestros domicilios y encerrarnos en ellos hasta nuevo aviso. Al instante, se alzaron voces que clamaban por explicaciones, pero se limito a indicar que no le obligásemos a emplear la fuerza. El hombre había formulado la amenaza en el mismo tono neutro que el resto de su breve perorata, y su voz sonaba distorsionada debido al dispositivo que la retransmitía desde el interior de su traje estanco, pero bastó con que los soldados levantasen sus cañones hacia nosotros para convencernos de que hablaba en serio.

        Nada más llegar a casa, comprobamos que habían cortado el teléfono, y la emisora de radio se limitaba a emitir unos chisporroteos similares al ruido que produce el tocino al freírse. Los soldados estuvieron mostrándose por las calles hasta el martes diez y siete. Luego nos permitieron regresar a nuestra rutina, pero patrullaban los caminos y el aeródromo, y vigilaban que nadie tratase de abandonar el pueblo. Sorprendieron a Ethan Stern en el bosque; pensaron que pretendía huir y lo estuvieron interrogando más de una semana. Los militares nos abastecían, pero también asfixiaron nuestra actividad cotidiana. El drugstore se quedó sin artículos que vender y el aserradero tuvo que cerrarse al no poder almacenar más madera.

        Los militares desaparecieron el diez de enero, al menos esa fue la fecha en la que nos percatamos; supongo que descubrieron que nuestro clima no se había hecho para ellos. Dejaron los viejos almacenes de la compañía minera repletos de suministros y partieron con sigilo y sin ofrecer explicación alguna. Volvíamos a disponer de conexión telefónica y de radio de onda corta. Gracias a ello, descubrimos que nadie supo qué había ocurrido aquí, sólo que no se permitía el acceso. Ni siquiera apareció una breve reseña en un diario local, hasta ese punto llegó el férreo control de los censores.

        Debo suspender la narración porque las niñas están a punto de llegar delcolegio.


Uniforme de protección para la guerra nuclear, biológica y química.


El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora