II

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        Me encuentro tumbado en una cómoda cama, decorada con una horrible colcha casera de patchwork. Tengo ambos brazos escayolados, desde la mano hasta el hombro, dejando apenas libres los dedos, así como la pierna derecha desde el tobillo hasta media cuarta por encima de la rodilla. A pesar de ello, no percibo la menor molestia en ninguno de los miembros, muy al contrario de lo que sucede con la cabeza, que siento atravesada por un dolor vivo y palpitante.

— Ya se ha despertado.

        Tres mujeres entran en la habitación. Dos de ellas son las que parecían idénticas, y casi podría afirmarse que lo son de no ser por el pelo, que una lleva suelto en algo menos de media melena, mientras que la otra luce un corte varonil. Ambas son rubias y poseen unos preciosos ojos azules, si bien afeados una nariz larga y afilada en conjunción un mentón agudo y prominente que casi supera la nariz y les otorga un aspecto de brujas de cuento. Las dos son delgadas, visten ropas masculinas y les calcularía en torno a la treintena. La tercera en discordia es más baja y oronda, y su cabeza esférica se diría encajada sobre el tronco, pues apenas se le distingue cuello. Tras unos gruesos cristales, se parapetan los ojos tímidos y huidizos, también la parte más notable de su cuerpo, de un tono cambiante entre el gris y el verde. Tendrá en torno a cuarenta y cinco años.

— Y, entonces, ¿qué vamos a hacer?

        Es la última frase que alcanzo a comprender, pues cambian de lenguaje, quizás algo parecido al alemán, o puede que sea un dialecto local. El caso es que no entiendo palabra, pero es evidente que discuten con tesón, y que las dos gemelas vuelven a hacer frente común. Una cuarta mujer, que a todas luces supera la cincuentena, rubia y que en su tiempo debió ser atractiva, accede al dormitorio.

— ¡Estáis locas! Marge se va a enterar y es posible que Alison también. Como se le ocurra comentárselo a Roberta, yo no quiero estar aquí cuando eso ocurra.

— Pues lárgate de una maldita vez, cagona. Tú te lo pierdes —replica la gemela del pelo corto.

— Lo vais a lamentar.

— ¿Y por qué? ¿No pensarás ser tú la que vaya con la cantinela?

        La última mujer en entrar se ha pegado contra la pared, como si un forzudo invisible la estrujase contra ella, y sus ojos pregonan genuino pánico.

— No tenéis por qué hacerme esto: estoy de vuestro lado.

— Suéltala, Fiona —tercia la gordita.

— Yo no soy —replica la gemela del pelo corto.

— Suéltala, Abbey.

— Yo tampoco soy.

— Dejad de hacer el tonto las dos. Sin ella no lo habríamos conseguido.

— Sí, por supuesto, y por ella casi se come Huge Mountain.

        La gordita cambia de nuevo de idioma mientras que me señala con el brazo extendido, e inician una nueva discusión. Un par de minutos después, la que han interpelado como Abbey vuelve a hablar en inglés.

— Está bien, Helen, puedes irte, pero más te vale que te dirijas directa a tu casa. Sabes de sobra que no le tenemos miedo a Roberta: puede acabar con una de nosotras, pero también puede estar segura de que, en ese caso, la otra la reventaría. Y después irías tú.

— Podéis confiar en mí; como ha dicho Rita, estamos en el mismo barco. La prueba es que os he ayudado.

— Más te vale —concluye la otra gemela.

El prisionero de RobertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora