1. El desconocido

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Me entretuve durante un instante en apartarme el flequillo de la frente, sin duda lo tenía muy largo. Ryan a mi lado sonrío. Yo vi su sonrisa a través del cristal del escaparate y me giré para propinarle un codazo en las costillas.

—Eh, cuidado, que soy muy sensible—me riñó mientras se retorcía de la risa.

El aire se volvió más gélido cuando dejamos atrás Madison Square y nos metimos por la calle veintitrés. Se veía a lo lejos Hudson River brillando como una cadenita de plata bajo la luz de la luna, y la brisa que levantaba sus aguas, era sin duda una brisa otoñal.

— ¿Sigues solo?—preguntó mi amigo mientras caminábamos por la acera, llevaba un café en la mano. Solo él podía beber café a las nueve de la noche sin parecer un desquiciado—. No, no ha vuelto, pero da igual.

—Lucas, sabes que puedo quedarme contigo si quieres—Ryan era mi mejor amigo, pero a veces se preocupaba en demasía por cosas que habían sido así siempre y siempre serían así.

—Gracias, pero no hace falta—respondí agarrando su mano—. No es la primera vez, y tampoco será la última.

— ¿Y no tienes ni idea de donde se ha podido meter?—Ryan me preguntó de nuevo mientras Bajábamos por West Street.

Era evidente que las desapariciones de Adam—mi hermano mayor—le preocupaban tanto como a mí. Él era mi amigo desde los tres años y había formado parte de mi vida y de la de Adam, por lo que no me extrañó su cara de disgusto cuando le dije que hacía cuatro días que no aparecía por el apartamento.

—No, ya no le busco—respondí—. Volverá, siempre lo hace.

Entramos en Grove Street, donde mi apartamento lucía en la misma esquina tras dejar atrás Houston Street. Uno de esos apartamentos de ladrillo rojo que era como un monumento histórico del tiempo que llevaba de pie.

—Deberías irte—le empujé con el brazo en el pecho para que comenzara a caminar y él frunció el ceño, dejando sus ojos verdes como una fina línea entre él y yo. Agradecía que me hubiera acompañado desde la tienda de discos en la que trabajaba por las tardes, pero no me gustaba que caminara de noche y solo por ahí—. Gracias por acompañarme.

—De nada enano—el rió y comenzó a caminar de espaldas a mí.

Yo siempre había sido el enano. Me había desarrollado más tarde que él. Ryan era ahora un chico joven y fuerte. Era más alto que yo, y tenía un abdomen y unos brazos fornidos, que yo no creía poder conseguir jamás.

Ryan río y luego se subió la capucha roja de la chaqueta y se cubrió la cabeza, dejando ocultos sus perfectos rizos negros recién recortados. Luego se giró y comenzó a caminar de vuelta a su casa. Sus padres se habían mudado allí por trabajo, los míos no. Los míos seguían viviendo en Nassau. Ryan, Adam y yo nos habíamos mudado allí para ir a la universidad, ya estábamos en el segundo año. Pero Adam se había descarriado nada más llegar, siempre estaba de fiesta, siempre fuera de casa, siempre con compañías nada aconsejables.

—Ay, señor—suspiré y giré la llave en el pomo de la puerta con la esperanza de encontrarle dentro.

Nada. La casa estaba tan oscura y vacía como aquella mañana antes de irme a la universidad. Suspiré de nuevo y encendí las luces.

Me quedé de piedra en cuanto le vi. Un tipo alto y fuerte estaba sentado a oscuras en el sofá de mi casa. Tenía el pelo castaño y le caía en cascada hasta los hombros, una fina barba le recorría todo el mentón hasta las patillas. El chico tenía las piernas cruzadas. Llevaba vaqueros, una camiseta negra y una chupa de cuero con las mangas remangadas, para mostrar un tatuaje de tribal que le recorría el antebrazo hasta perderse por debajo de la manga de la chaqueta. El chico quería dar la impresión de tipo duro, y sin duda la daba.

El DisfrazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora