15. Sorpresas indeseadas

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Estábamos volviendo de nuevo a Queens, y yo ya había echo ese camino dos veces aquel día. Estaba agotado. Nate conducía serio y aún no me había dicho a donde íbamos, ni mucho menos para que quería que yo me fuera con él.

— ¿Vas a decirme que ha pasado?—le pregunté mientras conducía. Me erguí hacia delante y le observé atentamente.

—Kyle ha cogido a René y me amenaza con hacerle daño si no voy ahora mismo al descampado.

— ¿A René?—pregunté extrañado—. ¿Por qué?, quiero decir, se nota que os odiáis por alguna cosa, ¿pero que tiene René que ver con eso?

—Esta noche me he vengado de Nick por haber mandado a Carter al hospital—dijo fijando los ojos tanto en la carretera que se vieron tan negros como el asfalto—. Yo le he mandado al hospital.

—Sigo sin entender que tiene eso que ver—le dije mientras me dejaba caer en el respaldo y miraba con estupor el marcador de velocidad pasar de ciento treinta.

—Nick y Carter son hermanos—dijo explicándome por primera vez algo de su espantoso mundo.

—Oh, Dios—solté con horror en cuanto comprendí la situación—. ¿Crees que le hará daño?

—Es el único de por aquí que parece no haber entendido que el que manda soy yo—dijo con amargura y recelo—. No me tiene miedo, y me odia a muerte, por lo que no me extraña que ya se lo haya echo.

Me tapé la cara con las manos como si con ello pudiera librarme de la vida tan descabellada e intranquila que llevaba aquel chico que conducía a mi lado. En silencio cruzamos el límite entre los dos barrios y fuimos directamente hacia el descampado. Nate aparcó el coche a dos metros de distancia de las vías. Nos bajamos y caminamos hacia las personas que había en los corros. Ya era nuevamente de madrugada y aquellos chicos aún seguían ahí de cachondeo.

— ¿Dónde está?—agarró a un chico cualquiera de la pechera y lo levantó un poco del suelo.

—Suéltale Nate—ordenó el chico que había intercedido por mí tres horas antes—él no tiene la culpa.

— ¿Dónde?—repitió furioso.

Yo me quedé unos pasos por detrás contemplando la escena como si la estuviera viendo por la televisión. Estaba temblando y me castañeaban los dientes por el frío.

—En el pabellón—respondió el chico que me había ayudado antes, ayudando ahora a su amigo.

Nate le soltó y el chico cayó al suelo de rodillas. Luego sin decir nada más, me agarró de la muñeca y tiró de mí hacia las ruinas del polideportivo. Cuanto más nos acercábamos más ruinoso era todo aquello, había un bidón de metal del cual salían unas llamas de algo que habían prendido dentro para que diera luz a aquel siniestro lugar. Nate me ayudó a pasar por los escombros y a atravesar una alambrada de hierro rota. Al otro lado la sala era un polideportivo en ruinas. El techo de Uralita estaba roto en varias zonas, dejando que la luz de la luna entrara un poco. Tenía ventanas altas con los cristales rotos. El suelo parecía estar bien, de no ser por las quemaduras en el poliestireno de varias fogatas que ascendía hacia arriba, a cubierto el humo era más denso. Había varios sillones destartalados por la zona alrededor de las fogatas, estaban vacíos. También había varias neveras sin puertas que hacía como de armarios. Una mesa a la que le faltaba una pata. Cuatro sillas diferentes desperdigas allí y allá. Unas cuantas colchonetas de gimnasia rotas por las esquinas y mucho, mucho polvo.

René estaba sentada sobre una pila de colchoneta con las manos atadas a la espalda y la boca tapada con celo. A su lado Nick la amenazaba con una navaja. El chico estaba muy desmejorado. Aún tenía las señas en la cara de la paliza que le había proporcionado Nate y que le había llevado al hospital. También tenía el brazo con el que no sujetaba la navaja en cabestrillo.

El DisfrazDonde viven las historias. Descúbrelo ahora