Alguien me agarró la papaya

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Ese día decidí ponerme un vestido que no usaba desde el verano pasado. La primavera había llegado con todo y estaba haciendo un calor de los mil demonios. Era un vestido de algodón, color blanco, sin mangas, volado hasta la rodilla y con escote cuadrado en la espalda, de esos que no te permiten usar bra, pero con suficiente soporte en el busto para que las nenas no se salgan de su lugar. Perfecto para los días calurosos de mayo.

Como había subido un poco de peso desde la última vez que lo usé tenía miedo de que ya no se me viera tan bien como antes, pero me lo puse de todas maneras. Para mi sorpresa, mientras servía cereal en un tupper y fruta en otro, para desayunar más tarde en el trabajo, llegó Floramia y dijo que me veía genial, se arrimó a mí por un costado y bromeando me hizo cara de deseo. ¡Calma tus hormonas, zorra!, le dije entre risas. Guardé los dos tuppers del desayuno en mi bolsa y salí del apartamento soplando desde la puerta un beso coqueto a Flor que estaba en la sala.

Después, el chico del puesto de revistas de la esquina, con el que a veces comento las noticias del día, me preguntó a qué se debía que anduviera tan linda. Cuando me pongo nerviosa y no sé qué decir sólo sonrío, así que esta vez sonreí y me fui de ahí caminando rumbo a la estación del metro Juanacatlán, contenta, porque esos comentarios me habían hecho sentir estupendamente bien.

A esa hora la estación estaba abarrotada pero me puse lista y avancé entre la gente hasta llegar lo más cerca posible de la vía. Con permiso, con permiso. Cuando llegó el tren conseguí entrar rápidamente aunque detrás de mí también entró una multitud y quedamos todos apretujados. Había gente a mi alrededor presionándose contra mí. Como pude logré sujetarme de un poste y esperé el tirón del arranque de la máquina.

Apenas se cerraron las puertas y empezó a moverse el tren sentí una mano tocando mi muslo derecho. Al principio pensé que había sido un movimiento involuntario, pero después percibí que la mano me acariciaba lentamente la piel y levantaba el borde de mi vestido al tiempo que restregaba tímidamente su cuerpo pesado contra mi trasero. El vagón iba demasiado lleno como para moverme de ahí, pero conseguí hacer espacio para colocar la bolsa, que llevaba colgada en el hombro, a la altura de mis nalgas, entre su cuerpo y el mío.

Cuando llegué al DF estas situaciones me daban terror pero con el tiempo aprendí a protegerme y lidiar con esta clase de cerdos. Si te das por enterada o se sienten amenazados se excitan, si no los pelas se hacen chaquetas mentales pero no se arriesgan a más. En algún momento pensé que había sido un error ponerme ese vestido, pero luego me convencí que el problema no era mío, sino de este imbécil. Así y todo aguanté sus empujones y caricias involuntarias en las nalgas, a través de la bolsa que me servía de escudo, hasta la siguiente estación donde bajó un poco de gente y pude acomodarme cerca de la puerta, lejos de él. Nunca le vi la cara, ni me importó. ¿Para qué?

Cuando llegué al trabajo ya me había olvidado del baboso del metro. Fui directamente a la cocineta, encendí la cafetera y mientras se calentaba el agua aproveché para guardar mis tuppers del desayuno en el refri. Abrí mi bolsa y sólo estaba el tupper del cereal, el de la fruta desapareció. ¡El del metro me agarró la papaya! ¡Maldito! Era una papaya pequeña, pero era perfecta. La había comprado días antes y la dejé envuelta en papel periódico como me enseñó mamá. La noche anterior la revisé y vi que ya estaba madura. Le quité la piel, la corté en cuadritos y la escondí para que Floramia no se la comiera. Se veía rojita, jugosa y dulce a más no poder. ¡Era mi papaya! Todavía la recuerdo y me regresa el mal humor.  

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