Ángeles

11 2 0
                                    

Fue la peor época. Habían pasado meses desde la última vez que había puesto un pie en la universidad y me quedaba la mayor parte del tiempo sola en el apartamento. Ya no tenía amigos. A mis 22 años dependía física y emocionalmente de las drogas.

Aquella madrugada de noviembre me llegó la revelación de que moriría pronto. Me levanté, salí del apartamento y empecé a caminar con la imperiosa necesidad de abrazar a mamá. El siguiente recuerdo es el hospital de Puebla.

Cuando tenía drogas sentía una tranquilidad universal. No había nada malo. No existía el dolor. Caía, pero muy suavemente. Vivía en un sueño donde todo estaba bien, pero cuando llegaba el bajón sentía una angustia miserable que me llenaba de ansiedad y desesperación. Sabía que estaba totalmente enganchada y que no había manera de que mi historia terminara bien, pero no me importaba.

Mi mente divagaba en tiempos y lugares imaginarios de paz y tranquilidad. Hubo una dosis que me llevó a un día específico de mi infancia. Un día que no tenía nada de particular y que por ser un día normal era diferente y hermoso. Mamá preparaba la cena en la cocina de la vieja casa y mi yo pequeña estaba en la mesa, entretenida con lápices de colores y un cuaderno.

Mi yo actual era invisible como un fantasma. Recorrí el lugar y lloré junto a mi madre sin que ella notara mi presencia en esa cocina donde estaban todas las cosas en su lugar como si nunca hubiera pasado el tiempo. Mi yo niña me miró a los ojos cuando me acerqué para ver los garabatos que dibujaba en el cuaderno, enjugó mis lágrimas con sus pequeñas manitas y sonriendo me hizo señas para que me sentara junto a ella y no hiciera ruido.

Fue una experiencia tan emotiva que cuando tuve consciencia la escribí para no olvidarla nunca y fue la inspiración para otros cuentos que escribí después. En esos días de viajes psicodélicos se sembraron en mi mente muchas de las historias que están en mis cuadernos.

Como ya no tenía más amigos que me ayudaran con dinero para ir sobreviviendo, algunas veces iba a trabajar a la cocina de un restaurante que está cerca y me daban algunos pesos a cambio, pero como nunca era suficiente. Busqué otras alternativas y en internet conocí a un señor que me pagaba por escribir textos de mujeres promiscuas en situaciones eróticas y me daba dinero extra si le llamaba por teléfono y leía las historias mientras él se masturbaba. También visité con cierta frecuencia la oficina de un señor que me daba algo de dinero a cambio de sexo oral.

De mis días de hambre recuerdo el fin de semana que me quedaban solamente cien pesos y como no tenía opción de conseguir más decidí aprovechar la promoción de 2 x 1 en pizzas. Compré dos pizzas medianas para que me dieran cuatro que me durarían hasta el lunes. El problema de ese plan es que no contemplaba que mi nivel de hambre era superior a mi voluntad, así que para esa misma noche ya no quedaban ni las migajas de las pizzas y no volví a comer hasta tres días después.

Doña Guille, una pequeña ancianita de cabello gris que vivía en el apartamento de junto fue mi ángel protector. En realidad fue un cambio radical, porque siempre me había reñido por el volumen de la música y cuando me la encontraba en las escaleras del edificio me veía como si yo fuera algo menos que basura, pero por mi aspecto se dio cuenta que estaba pasando mucha hambre y un buen día empezó a tratarme con ternura y algunas veces llegaba a mi apartamento con sandwiches o calditos de pollo que ella preparaba. Nunca me preguntó lo que me pasaba. No sé si no le interesaba o no quería entrometerse. Ella sólo se sentaba conmigo y me contaba alguna historia de su juventud mientras me veía comer. Un día me confesó que estaba muriendo de cáncer y que sufría dolores terribles. Iba a llorar pero ella me dijo que llorar era una tontería. Las lágrimas no solucionan nada, sólo te pondrán los ojos de sapo y te verás terrible. Mejor enséñame a fumar hierba. Esa noche el cáncer invadió mis sueños y desperté segura de que moriría pronto.

Mi ángel salvador fue el desconocido que me arrastró hasta un lugar seguro de la carretera la noche que me atropellaron. Llamó a la policía y a la ambulancia, me acompañó al hospital y averiguó mi nombre después de un par de días de investigaciones concienzudas. No tardó mucho tiempo en conseguir los datos de mis padres. Les llamó y les informó lo que me estaba pasando. Entonces, sin decir nada desapareció. Dice mamá que si no hubiera sido por él yo habría muerto.

Cuando regresé a la capital, después de un largo periodo de recuperación y desintoxicación, doña Guille ya no vivía en el edificio y tampoco pude localizar al desconocido que me salvó la vida en la carretera. Soy de esas personas que cree que la mayoría de los seres humanos están podridos por dentro y no son capaces de hacer cosas sin esperar algo a cambio. Yo misma he sido así. Pero también sé que en los momentos más difíciles siempre hay alguien que limpie tus lágrimas con manos tiernas.

La DesventuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora