Mi llegada a la Ciudad de México no fue fácil. En aquellos días aprovechaba cada oportunidad para rebelarme al control militar que mi madre ejercía en casa. No llegaba a dormir, regresaba de madrugada borracha como una cuba, usaba pendientes en la cara, peleaba histéricamente con mi hermano, me encerraba en mi habitación a tomar vodka directo de la botella escuchando una y otra vez esa canción que me hacía llorar y durante días enteros nadie me veía el polvo.
La bruja (como solía llamar a mi madre) estaba convencida de que esa etapa terminaría cuando me hiciera responsable de mi misma e insistió con firmeza en que terminando el bachillerato debía irme a la capital a estudiar la universidad. A pesar de las protestas de mi padre, que había visto las cicatrices en mis muñecas y prefería tenerme cerca para cuidarme, un buen día de julio tomamos el autobús que nos llevaría a la gigantesca y terrorífica Ciudad de México. Quería regresarme a casa.
En un día hicieron el trámite de la universidad. Me instalaron en una casa para estudiantes de bajo costo que incluía cama y comidas. Me dejaron un poco de dinero y se despidieron de mí con una sonrisa llena de angustia. La señora que atendía la casa era una persona horrible, que pronto se ganó el apodo de la bruja dos porque siempre estaba de mal humor y nos daba de comer patas de pollo hervidas y agua de piña. El lugar era pequeño, sucio y lleno de humedad. Las otras niñas que vivían ahí eran horribles también y agarraban mis cosas cuando yo estaba en clases. Antes de un mes ya estaba viviendo en el apartamento de Floramia.
A Floramia la conocí en clase de lenguaje y desde el primer día la quise. Era una chica oaxaqueña de aspecto indígena, con el cabello y los ojos muy negros y una cara de todo el tiempo estar tranquila. No tardé en descubrir que mucho ayudaba a su estado de ánimo la marihuana que fumaba día, tarde y noche. Floramia acababa de terminar una relación de dos años con un guarín que la había metido en el mundo de las drogas y aunque su apartamento sólo tenía una habitación para dormir era mucho mejor que seguir comiendo las patas de pollo de la bruja dos.
En ese tiempo también conocí a una traba que en un principio se hacía llamar Perla, pero sus amigos y enemigos le habían ido cambiando el nombre hasta quedar como Pirli, por el pirulí que tenía entre las piernas y ahora ella misma se presentaba como la Piiiirli. Esta chica era una amistad heredada del ex de Floramia y nos visitaba con frecuencia llevando todo tipo de drogas al apartamento. Con ella nos quedábamos hasta la madrugada contándonos la tragedia de nuestras vidas o en algún viaje de hongos, pero cuando no teníamos dinero salíamos a algún bar cercano a ligar, vestidas de putas para que nos pagaran la cena y los tragos. Eso sí, nadie se iba sola con desconocidos y curiosamente era la Pirli la que siempre ligaba, porque a pesar de ser hombre era la que más parecía mujer.
Cuando mi madre se enteró que estaba viviendo por mi cuenta pegó el grito en el cielo y me ordenó regresar a provincia cuanto antes. No quería regresar a casa.
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La Desventura
Short StoryLa vida cotidiana, encuentros y desencuentros, drogas, amigos, sexo, fantasía, humor y amor en relatos cortos.