SEPTIEMBRE 11, 2015

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Caminaba, cansadamente, por los tan aburridos, estrechos y monótonos pasillos de siempre. Caminaba chocando, casi sin darme cuenta, con las mismas personas de cada día; no había nadie nuevo a quien mirar (a pesar de que era un nuevo curso y había muchísima gente nueva en la escuela), nada nuevo que admirar, nada ni nadie que pudiese siquiera distraerme un segundo, nada a lo que valiera la pena dedicarle algo de atención. Caminaba sin escuchar nada más que el silencio, sin sentir nada más que el aire, sin ver nada más que a mí rodeado de la mierda de todos los días. Sentí mi intrínseca relación con la nada interrumpida por mis amigos; que no dejaban de repetir, con la misma emoción fingida, que había un concurso de canto en el auditorio. Debo aceptar que entrar al auditorio, en ese momento, sólo para escuchar a un montón de gente cantar, no me parecía la idea más divertida; pero ya llevaba quince minutos caminando en círculo y mis rodillas no me permitían una vuelta más.

Entramos y buscamos un lugar para sentarnos. Justo antes de que pudiera mencionar que haber entrado era algo estúpido; las palabras me abandonaron, el tiempo comenzó a pasar lentamente, mis ojos se quedaron clavados en un mismo lugar y mi corazón empezó a latir tan rápidamente que lo sentí casi fuera de mi pecho. La causa de todo ese festín de sensaciones eran dos piernas largas, una cintura delgada, unos brazos y unas manos que a simple vista se miraban suaves, frágiles; lo que había hecho que me olvidara de todo en cuanto existe, era un cuello firme, unos labios rosados sin necesidad de un poco de maquillaje, una sonrisa perfecta y unos ojos del color café más hermoso del mundo; del tipo de café que te quita el sueño, que hace tus insomnios más tranquilos, esos ojos eran de los que te regalan vida, que nunca se olvidan y te acompañan hasta la muerte, esos ojos tenían el tipo de café perfecto para acompañar con un poco de poesía.

No importaba cuánta gente hubiese en el auditorio, para mí sólo había una persona; sólo estaba esa chica con la sonrisa viva y la mirada perdida. No podía -ni quería- ver a alguien que no fuera ella. Tenía algo que la hacía sobresalir; era como ese pequeño rayo de sol en un día nublado. Tenía algo especial. Aunque no estoy seguro de qué era. Tal vez era lo angelical de voz o su forma tan dulce, tranquilizante, de cantar; tal vez era la curva de su sonrisa, su mirada, sus piernas largas o el swing en su caminar. Sigo sin saberlo. Tal vez no tenía nada. Tal vez lo tenía todo. Tal vez sólo era ella.

Al salir del auditorio, lo único que había en mi mente era esa chica. No podía dejar de pensarla -aunque ni siquiera lo intenté-. Estaba tratando de entender qué había hecho ella para hacerme sentir lo que sentí en ese momento; y ni siquiera sabía exactamente lo que sentía. Era una sensación de felicidad injustificada y unas inmensas ganas de correr hacia ella y gritarle lo hermosa que es.

Mis pensamientos fueron interrumpidos una vez más por mis amigos, sólo que esta vez fue para decirme el nombre de la chica que se había apoderado de mi cabeza. Ignoré todo lo que dijeron después. No me importaba en lo más mínimo saber cómo sabían su nombre o si la conocían. Únicamente repasé al menos cien veces su nombre en mi mente. Hermoso nombre, hermosa chica. Volví a escuchar a uno de mis amigos aconsejándome que platicara con aquella chica. Pero no podía hacerlo. ¿Qué se supone que le dijese? ¿«Oye, te vi cantar en el auditorio, creo que serás el amor de mi vida»? A pesar de tener un millón de cosas que decirle, no podría mencionar siquiera un «hola» si la tuviera cerca; seguro entraría en pánico, tener enfrente a una obra de arte como ella, sin duda me pondría bastante nervioso. Pero quería hablarle, quería saber de ella, conocerla; moría por estar con ella al menos un minuto.

¿Cómo acercarme? ¿Cómo decirle que bastaron apenas cinco segundos para que se me hiciera inolvidable cada detalle de ella, del momento en que la vi? Podría escribirle una carta -soy mejor escribiendo que hablando, o eso creo-, aunque temo que no tendría el valor para dársela. Hasta ese momento, escribirle era la única manera de hacerle saber mi inquietud. Tal vez un simple mensaje.

-Hola -fue lo único que pude escribir.

-Hola -fue lo único, naturalmente, que ella contestó.

-Solamente quería decirte que cantas muy bien -continúe, aunque realmente decirle que cantaba bien era de lo último que quería escribir.

-Gracias.

No hubo más que decir. No pude.

OCTUBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora