SEPTIEMBRE 11, 2016

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Caminaba, cansadamente, por los tan aburridos, estrechos y monótonos pasillos de siempre. Caminaba chocando, casi sin darme cuenta, con las mismas personas de cada día; no había nadie nuevo a quien mirar (a pesar de que era un nuevo curso y había muchísima gente nueva en la escuela), nada nuevo que admirar, nada ni nadie que pudiese siquiera distraerme un segundo, nada a lo que valiera la pena dedicarle algo de atención.

Caminaba sin escuchar nada más que el silencio, sin sentir nada más que el aire, sin ver nada más que a mí rodeado de la mierda de todos los días. Mi intrínseca relación con la nada no era interrumpida en lo absoluto. Caminaba solo, no me acompañaban amigos, ni música, ni las hojas tiradas en el piso que movía el viento, no me acompañaban las miradas de extrañeza de las demás personas, ni la chica sabor vainilla a la que amaba tanto.

Caminé solo, hasta que mis rodillas me pidieron que parara, hasta que me hallé frente al mismo auditorio que hace un año. Sólo que ahora no había concurso de canto, ni una chica dentro esperando a que me enamorara de ella.

Entré y fui a tomar asiento en el mismo lugar que la vez anterior. Justo antes de que pensará que haber entrado era algo estúpido, y tomara camino hacia afuera; ella entró, llegó a mi mente. Se paró en el mismo lugar que la había visto la primera vez; me dirigió la mirada, me sonrió y volvió a desaparecerse. En mi desesperación, quise correr tras sus piernas largas y colgarme en su cintura; quise tomar sus suaves manos y dormirme entre sus brazos; busqué su cuello firme, quería besarlo; necesitaba el calor de sus rosados y gruesos labios; moría por volver a ver la curva perfecta en su sonrisa, beberme el café de sus ojos, recostar mi cabeza sobre sus senos mientras su dulce voz me contaba historias que tal vez nunca existieron.

No había nadie en el auditorio más que el recuerdo de la chica que había comenzado a sonreír más desde que yo no estaba y que cargaba más vida en la mirada. No había nadie más que ella, y un chico patético que veía cada noche su fotografía, leía sus mensajes y sus cartas, y las guardaba antes de dormir bajo la almohada.

Ella no estaba, pero la sentí conmigo. Podía escucharla cantando de nuevo, podía escuchar la melodía de voz llenando mis oídos. La vi salir de mi mente y tomar asiento a mi lado. Me dijo que esa tarde se iría de mi para siempre, que escribiera por última vez; me dijo que ella sería el papel, y que utilizara por lápiz mis lágrimas, mis labios.

Terminé de escribir lo que me pidió, y salí corriendo del auditorio para buscarla. La busqué entre toda la gente, en todos los pasillos, la cafetería, en todas las aulas, pero no la vi, jamás llegó a mi encuentro. Había desaparecido, no estaba ni siquiera en mi mente. Comprendí que ya no debía buscarla, que ella no me necesitaría, que nunca lo hizo, que no necesitaba mi amor o mis letras, que ella no volvería, que en verdad se había ido para siempre.

Si fuera tan alto

como doloroso fue tu olvido,

podría llegar al cielo

y bajarte las estrellas.

Si fuera tan grande como tu orgullo,

te habría olvidado hace tiempo,

no tendría que pensarte

noches enteras.

Si fuera menos como yo,

menos sensible,

menos de entregar todo

a cambio de nada,

OCTUBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora