OCTUBRE 16, 2015

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¿Nunca te ha pasado que ves sólo una estrella en el cielo; volteas hacia otro lado, y cuando regresas la mirada ya hay muchas estrellas más? Yo creo que algo así debe ser la magia. Y asimismo la describiría a ella, como una noche llena de estrellas; siempre tranquila, mágica, con esas lunas que lleva por ojos y la galaxia de su mirar.

Hoy, al salir del salón de clase, vi en medio de la nada la silueta de una mujer, y me sentí tan afortunado al reconocer en aquella silueta las piernas largas, la curva de la cintura, el cabello largo y la misma viva sonrisa de siempre. Mientras caminaba hacia ella, no pude dejar de mirarla y observar lo hermosa que se veía esta noche; no pude evitar clavar la mirada en sus ojos, que se veían mucho más brillantes gracias a la tenue luz de la luna que se postraba en ellos.

Una vez que estuve a su lado se fueron de mí todas las palabras que tenía planeadas para cuando por fin estuviésemos juntos. Solamente podía verla. Sin más, sin decir absolutamente nada. Aunque en realidad era lo único que necesitaba. Solamente debía verla sonreír, observar sus ojos; no eran necesarias banales palabras para decir lo que sentíamos en ese momento, sabíamos casi con exactitud todo lo que el otro quería decir o pensaba tan sólo con cruzar las miradas, o con el más mínimo roce de las manos... Ahí se encontraba la magia.

Pasé gran parte del tiempo observando sus ojos, enamorándome de su mirada, sonriendo al ver su sonrisa, muriendo por ella, viviendo con ella, muriendo por besarla. A decir verdad, besarla era lo que más deseaba en ese momento. Sin embargo no podía hacerlo. Únicamente veía sus labios, y cuando ya estaba acercándome a ellos, me detenía sólo para seguir admirando la divina sonrisa que me ofrecía. Volví a ver sus labios por unos segundos más, sólo que esta vez quedé perdido completamente en ellos, en la seducción y dulzura que desprendían, en el modo tan provocador en el que se acercaban a mí. Me perdí tanto en esos labios gruesos y rosados, que casi los escuché gritar «¡bésame!»; y sin perder un segundo más seguí esa orden.

«Fue el tipo de beso del que nunca podría hablar en voz alta con mis amigos. Fue el tipo de beso que me hizo saber que nunca había sido tan feliz en toda mi vida», sus besos me hacían sentir como si volara; tenían la capacidad de hacer que todo desapareciera y que el tiempo se detuviera por un momento. Cada beso de esos suaves y húmedos labios era tan adictivo que ya no quería dejar de besarla. Ese momento era nuestro, éramos nuestros, y era perfecto.

Cuando dejé de besarla, miré sus labios unos segundos más, y cuando quise ver sus ojos noté que ella seguía viendo mis labios; su mirada llegó a la mía, ella sonrió, y yo sonreí; fue entonces que me di cuenta que solamente quería estar con ella... un minuto más, una hora, un día o tal vez un año... y, si ambos quisiéramos, ¿por qué no una vida? O dos o tres.

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