Capítulo 33

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Gabrielle sabía que Eric podía dar más. El discurso que le había dado en la cueva de las rosas la había convencido. Él simplemente no quería hacerlo, por sus padres, porque no veía lo bueno que podría ser, o por orgullo. No sabía, sin embargo sí sabía que él lo iba a hacer por ella. Eso no le preocupaba en absoluto. En su mente se instalaron las palabras de Roberta, de nuevo. Yo no me estoy hundiendo en un pozo de autocompasión, pensó con furia. Sus pies se movían rápidamente, vagamente estaba consciente de a dónde se dirigía.

Abrió las puertas con fuerza y las volvió a cerrar con esa misma fuerza, como si de un vendaval se tratara. Se sentó en el banco del piano y dejó las hojas del protocolo detrás de unas partituras que alguien había puesto allí. Tal vez Lucrecia u otro funcionario del alto gobierno que tuviera el hábito de tocar de vez en cuando. No tocó de lo que había allí sino ejercicios de intervalos que había aprendido cuando sus pequeños dedos alcanzaban a duras penas de un Do a un La estirándolos por completo. Eran ejercicios mecánicos que no recordaba casi su mente pero sí sus dedos, despejó su mente y dejó a sus manos tomar el control para no tener que pensar al menos en esos minutos.

No supo en qué segundo empezó a hacer escalas, desde la nota más baja hasta la nota más alta. La mayor, si bemol mayor, si mayor, do mayor, do sostenido mayor, re mayor... y así hasta que sintió que sus brazos y manos iban a quemarse por dentro. Al mirar por la ventana, cuando ya había hecho todas las escalas mayores, el sol se escondía, poco a poco descendía y dejaba a Hartstown en la oscuridad. No me hundo en un pozo de autocompasión, pensó.

Caminó a la cocina, iba a evitar el comedor en lo posible, no quería encontrarse con Eric o Edward todavía, menos con Micah. Se sonrojaba de sólo recordar lo atrayentes que eran presa y cazador, lo profano de su observación a la cacería, y los celos en menor medida.

En la cocina ya la conocían por sus anteriores visitas a deshoras y la atendieron cordialmente. El jefe chef Santiago le mostró lo que estaban llevando en ese justo instante al comedor. Gabrielle consiguió su pequeña ración, y respondió con una mentirilla cuando el chef le preguntó por qué no quería estar ella en el comedor. La mayoría de los meseros la había visto sentada en la silla de la reina o la del rey, aunque ninguno sabía quién era ella en realidad, apostaba a que muchos tenían sus propias teorías. Sin embargo muy pronto se destaparía la olla.

Ayudó a algunos chefs a servir platos al principio. Según ellos, la cena era una de las comidas más pesadas, no tanto el almuerzo o el desayuno. Esa comida era peor porque muchos empleados se saltaban el desayuno o el almuerzo, pero el noventa por ciento iba a la cena. No sólo estaba el comedor en el que cenaba el rey y los altos mandatarios sino que había otro en el que cenaban empleados con labores más cotidianas, los dos comedores ofrecían un alto grado de trabajo. Ya que Gabrielle era inexperta la dejaron ayudar a servir los platos del segundo comedor, la ayuda siempre era necesaria; los platos que iban al comedor principal eran estrictamente vigilados por guardias, para saber que no habían sido envenenados. Recurrentemente alguno de los anónimos guardias se encargaba de probar un plato al azar.

En cuanto hubo un momento de relajación, que era escaso por allí a esas horas y que duró menos de medio minuto, el chef Santiago le explicó que la comida que ella comía y la que comía el rey eran probadas antes de salir de la cocina y antes de entrar en el comedor. El chef no tuvo tiempo de explicarle cómo o quién, porque el trabajo seguía siendo infinito. Ella volvió a la zona de los platos del comedor dos. Le encantó estar en la cocina ayudando, se había sentido útil y sus errores fueron menores. Además allí no iría a guerra por un error, como sí lo haría si su trabajo fuera ser reina.

Bostezó al final de la larga jornada. Los meseros y chefs se reunieron en una de las grandes mesas metálicas con la comida que habían guardado para ellos. Comían sin protocolo y sin silencio. Era un comedor de gente feliz que disfrutaba de su propia comida al final de un largo día. Algunos se quedarían para limpiar, pero por el momento podían pensar que el día ya había acabado.

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