Capítulo 37

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En la noche Gabrielle se sintió sola, no sabía si agradecer esa soledad o ponerse a llorar. El dolor del hombro le recordaba la noche anterior, no sabía cómo no había entrado en pánico; una parte suya quiso que aquella bomba la hubiera matado. Ahora no podía quitarse a Kat de la cabeza. Quería verla y se lo dijo a su padre en la cena, se lo pidió a Jocelyn y a Françoise, se lo pidió a Lucrecia. Ninguno la dejó. Tuvo tantísimo miedo de que Kat estuviera muerta y que nadie se lo dijera para no lastimar sus sentimientos.

La habitación era muy grande. Había parecido hermoso en el día, cuando estaba acompañada, cuando había luz y los gritos se escuchaban en la plaza. Se sentó en la cama, sin hacer ni un ruido se puso de pie y extendió sus dedos en esa parte del suelo que no tenía alfombra. El suelo estaba frío, pero no apartó sus plantas y el calor de su piel se propagó por el suelo.

Aguzó su oído, cerró los ojos para no tener que lidiar con uno de sus sentidos. Al principio todo lo que podía escuchar era el aplastante ruido de su corazón, por eso no podía dormir, estaba demasiado preocupada, tan asustada. El reloj de péndulo no se escuchaba para nada como la bomba, eso fue lo primero que pudo escuchar por encima de su corazón. Después escuchó pasos lejanos, que se hacían cada vez más lejanos; susurros, aunque los que hablaban no susurraban, estaban muy lejos, lo que decían era incomprensible; los autos en las calles, rodando para ir a sus casas o salir de ellas. Incluso los grillos y los zancudos se unieron a la sinfonía, pero no se unió ninguna bomba. Creyó que iba a sentirse más segura, no se sentía más segura.

Tomó una de sus grandes y pesadas cobijas, que habían caído al suelo a las nueve y media de la noche. Hartstown era una ciudad para dormir con sabanas sobre la piel, nada de cobijas de lana. Caminó hasta la sala, la gran sala recibidor, puso la cobija en el suelo entre el espacio del sofá y la mesita de noche. Se acostó allí, no supo por qué. Aunque no pudo dormir, su corazón no se detenía, estaba de racha, iba en carrera. Estoy paranoica, reconoció.

Volvió a ponerse de pie. Se acercó al interruptor de la luz, pero nunca llegó a encender las bombillas. Era mejor si el enemigo pensaba que ella dormía, aunque dos guardias estaban en la puerta, primero tenían que pasar ese obstáculo. No obstante uno de los atacantes podía ser un guardia, o ambos. Un tal George McFarllen y un John Yates. Eran jóvenes, si se los comparaba con Richie, ellos tenían veintiocho años. George tenía una nariz aplastada y ojos juntos, tanto que las pupilas podían chocar los cinco. John era más bajo y corpulento, quien lo veía decía que era fuerte, pero no, era rápido; su nariz era afilada, tanto que podía practicar esgrima con ella; sus ojos eran grandes y negros, tímidos al pasearse por ahí. Gabrielle volvió a su cama en el suelo. Aunque no se durmió, o acostó siquiera, se abrazó las rodillas con su brazo bueno y se quedó viendo a la ventana hasta que amaneció y llamaron a su puerta.

Dejó la cobija en su habitación. No quería que supieran que había pasado la noche en vela. Apostaba que su padre (el rey y el alcalde) se quedaba en vela muchas noches, pensando en la vida, en el peligro, en los republicanos, las personas que había perdido. Uno de los guardias volvió a golpear en la puerta con dos golpes secos. Dijo en voz algo somnolienta que ya abría, era una mentira, no tenía sueño y tampoco quería dormir. Respiró dos veces antes de abrir.

Ante ella estaba Micah. No lo había visto desde antes de la bomba. Él la abrazó y exhaló profundamente, enseguida se apartó y le recorrió la cara a Gabrielle, le observó los brazos y el resto del cuerpo. Gabrielle se sonrojó un poco. Micah dio una vuelta alrededor de ella para asegurarse que se encontraba en perfecto estado, o lo más cerca que podía estar de perfecta, porque su brazo seguía inmovilizado para no molestar el hombro.

- Estoy bien – dijo ella cuando él volvió al frente.

- Ese brazo dice todo lo contrario – replicó oscuramente, como si deseara matar a quien le disparó.

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