Capítulo 23

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- Padre – repitió Gabrielle –. ¿Qué..., qué pasó? – el rey carraspeó y abrió los ojos.

- Hélene se fue – musitó.

Se abrazaron durante un largo tiempo. Gabrielle y Médéric lloraron en silencio. ¿Cómo podía ser justo? Acababa de conocer a su madre y moría. Y ahora el Rey estaba solo. Gabrielle desechó ese pensamiento, su padre no estaba solo. La tenía a ella, a Françoise y a Roberta. Aunque ella no podía evitar pensar que era sólo un sueño, o una mentira, o que alguien había cometido una equivocación y que otra persona había muerto, otra reina.

Sin embargo no fue así. Una multitud estaba congregada de nuevo en el hospital. La mayoría no eran hostiles, esta vez. Eran simpatizantes de la monarquía que se entristecían por la muerte de la reina. Gabrielle tenía un vestido negro que le habían hecho llegar a su habitación media hora después de saber de la muerte de su madre. Tenía guantes negros y un sombrero negro que ayudaba a ocultar sus ojos rojos.

Lucrecia se veía fuerte, pero su nariz y sus ojos la delataban. El rey no tenía ni los ojos ni la nariz roja, pero su mirada de tristeza y pérdida lo decía todo. El amor de su vida, la madre de sus hijos, su reina, había muerto. La muerte le golpeaba una vez más y se reía en su rostro.

La reina se veía intranquila. Su rostro se mostraba sereno, pero ella no parecía complacida con la idea de tener que dejar el mundo. Gabrielle pensó que eran demasiadas emociones para una persona muerta, y albergó vanas esperanzas de que estuviera viva.

El rey pidió unos minutos a solas con su esposa. Lucrecia y Gabrielle se retiraron y lloraron mientras se tomaban de las manos. Cuando el rey salió de la habitación, Gabrielle pidió entrar. Su madre sólo se veía un poco más pálida que el día anterior, y ya no estaba conectada a los múltiples aparatos que vigilaban sus signos vitales. Por todo lo demás, ella parecía viva. Tan viva como su hija.

- Siempre quise estar cerca de ti – empezó Gabrielle –, tanto como reina como madre. En las noches me dormía pensando en cómo eras. Fue toda una odisea encontrar información sobre mí y mis orígenes. Y terminó anteayer. Supuse que la vida nos iba a dar tiempo de conocernos, yo quería conocerte, aún quiero, pero es imposible. Quería que me abrazaras, quería que me apoyaras. Mamá Jocelyn fue buena, siempre; pero yo sabía que no podía pertenecer del todo allí. Nunca me lo dijeron, pero lo sentimos todo el tiempo. Todos en la casa me daban un trato distinto, creo – Gabrielle calló un momento para evitar llorar –. Dijiste que ibas a escucharme tocar, y no lo hiciste. Ustedes dijeron que me iban a acompañar, los dos. Y ahora ya no estás, mamá. Tal vez sea tarde, una mentira, o apresurado, pero te amo, mamá. Toda mi vida te quise.

Gabrielle besó la frente de su madre muerta y sintió su piel fría y sin vida. Definitivamente la sangre ya no circulaba en ese cuerpo. Salió a trompicones de la habitación y no quiso volver a entrar en un hospital en toda su vida. Quería irse de allí. Su padre la abrazó para consolarla. Ella quería renegar del mundo entero. ¡Qué injusticia! ¡Era una mujer tan hermosa y buena! ¡Era generosa, amable, sensible! ¿Por qué debía morir? ¿Por qué no les habían dado más tiempo? ¡No habían sido suficientes esas pocas horas! Pero tampoco lo habrían sido cien años.

El día en el Palacio no pudo ser más triste. El vestíbulo y el salón de los tronos se abrieron para los ciudadanos. Todos aquellos que iban a presentar sus respetos para la Reina. Una increíble cantidad de personas con flores, pancartas y lágrimas se presentaban tanto dentro como a fuera del Palacio. Incluso los guardias y el personal de Palacio se veían tristes y decaídos. El Palacio parecía gemir de dolor.

Sus padres adoptivos la habían llamado un par de veces, preguntando por ella y por el rey. Su mamá Jocelyn preguntó por Lucrecia. Sin embargo el hablar con su mamá adoptiva sólo le recordó que nunca conocería realmente a su verdadera madre. Así que las llamadas duraron poco.

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