Capítulo 25

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Al despertarse, estaba en la habitación que le habían dado en el cuarto piso. Probablemente su padre le había pedido a algún criado que la llevara allí. Alguien golpeaba a la puerta del apartamento y fue a abrir. Una criada le llevaba un vestido y le decía que en media hora desayunarían para partir a Hartstown.

El vestido era muy hermoso. Era negro, largo, tan elegante y reservado. Justo como para un velorio, pero ella no quería ir a ningún velorio. Quiso que la reina la viera en ese momento, mientras la criada la vestía y le ponía algunas joyas modestas, lo bella que se veía. Pero iba para el entierro de la reina.

El país lloraba por haber perdido a una dirigente tan capaz, hermosa y gentil. Ella lloraba porque no podía pasar más tiempo a su lado, no pudo tocar piano para ella, no pudo conocerla o llegar a quererla como se suponía que debía querer a una madre. De repente se dio cuenta que ella pudo haber pasado más tiempo con ella, pero que no era por su culpa, o de sus padres, era por culpa de los que habían atentado contra los reyes. Por culpa de aquellos que odiaban la monarquía.

- ¿Está bien, señorita? – preguntó la criada, de nombre Julia.

- No, es una pena la muerte de la reina.

- Verdaderamente lo es.

Pero Julia no se imaginaba cuánto. Era una pena en todo el sentido de la palabra. Julia la acompañó hasta el comedor y allí la dejó en la puerta.

La mesa estaba completamente llena, e incluso parecía que habían traído sillas extras. El rey estaba en la cabecera, con la silla a su derecha vacía, la única vacía en toda la mesa. Hizo una reverencia, como se suponía que debía hacer en presencia del rey.

Sin embargo, algo la sorprendió. Todos, los alcaldes, gobernadores, ministros, Lords que había allí se levantaron y la miraron. ¿Había hecho algo malo? Reconoció a Eric y a Edward, pero no pudo entrever qué era lo que había en sus miradas. Se quiso encoger ante todos aquellos ojos encima de ella. Pero los ojos del rey captaron su atención, estaban fijos sobre ella, llenándola de confianza que no tenía. El silencio era ensordecedor.

- Princesa Océane Gabrielle White – anunció alguien a su lado en la puerta.

Todos se inclinaron ante ella, excepto su padre. Él la siguió mirándola. Sólo se escuchaba el ruido de los pliegues de los vestidos y los trajes. Su padre la llamó para que se sentara a su lado, en la silla que debía ocupar su madre. Tan lento como pudo, porque quería correr, se dirigió al lado de su padre. Las personas la seguían observando. Quiso hacerse invisible. Cuando ella se sentó, lo más delicadamente posible, todos los demás se sentaron.

Comieron en silencio. Nadie parecía capaz de hablar. Le llegaban algunas miradas furtivas, algunos alcaldes y gobernadores le sostenían la mirada. Su padrino también la mirada, pero no Françoise sino el padrino de la verdadera Grace. Había duda en los ojos de todos. Ahí en ese momento quiso ser Grace y no Gabrielle. Todos empezarían a dudar de ella, no sólo de sus decisiones como dirigente sino de su identidad. Quiso captar la mirada de Edward o de Eric, pero la evitaban.

- ¿Hija, te gusta el vestido?

- Sí, señor – murmuró tímidamente.

- ¿Pudiste dormir?

- Sí, tocar el piano me ayudó.

- A tu madre también le ayudaba – dijo ronco, como si un papel de lija le envolviera la garganta.

Su padre, además, le explicó que sólo la gente de esa sala estaba informada de su verdadera identidad, la cual se descubriría públicamente una semana después. Esa fue toda la conversación de la mesa. Más lento de lo que se pudo imaginar pasó el desayuno. Después unos guardias empezaron a escoltar a los comensales a diferentes autos blindados en la parte trasera del Palacio. Todos se dirigieron hacia el aeropuerto de Yacar. Allí empezaron a abordar. Menos mal iba sólo con su padre y Lucrecia en el auto. No creía poder soportar más miradas de todos.

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