Capítulo 22

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Después de comer, fue a la sala del piano. Estaba un piano totalmente solo en un cuarto con tapices de un rojo opaco predominante y una ventana que daba a la vegetación de la montaña. En el piano pudo olvidar algunos de sus problemas. Encontró algunas partituras conocidas. Schubert, Impromptu No. 3. La había tocado hacía mucho y casi no la recordaba, pero la escogió para presentársela a la reina. La ensayó. Le encantaban esas obras que más que habilidad requerían interpretación. Después ensayó Consolation No. 3 de Liszt, que la ensayaba de vez en cuando las noches que iba a practicar con Edward.

No se dio cuenta cuánto demoró tocando. Eran casi las cuatro. Su padre le había dicho que a las cuatro irían a visitar a la reina. Tocó por última vez a Schubert y a Liszt. Habían quedado bien, no perfectas, pero era una versión decente. Tocó el último acorde de Consolation y un susurro detrás delante de ella la hizo sobresaltarse. Era el rey. Su padre. Tenía su celular en la mano, probablemente hablaba con alguien.

Él la felicitó por su talento y cogieron camino hacia el hospital. En el hospital ya no había la misma turba de antes, sólo algunas decenas de personas. Había estado lloviendo y eso había disipado un poco a la multitud.

Su mamá estaba sedada y dormida. Estaba conectada a múltiples aparatos que medían sus signos vitales. Lucrecia a un lado le leía algo en voz alta. Era Marianela de Benito Pérez Galdós. Un libro de hacía unos cinco siglos.

- Sí, tú eres la belleza más acabada que puede imaginarse – añadió Pablo con calor –. ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y cariñosa, que ha sido capaz de alegrar mis tristes días; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese representada en la misma hermosura?... Nela, Nela – añadió balbuciente y con afán –. ¿No es verdad que eres muy bonita?

Lucrecia terminó de leer ese guión en el que el ciego Pablo le decía a Marianela lo bella que debía ser, aunque ella sabía que no era así. Saludó a su cuñado y a su sobrina en susurros, como si el sedante no fuera a surtir efecto debido a palabras en voz alta que no fueran las del libro. Gabrielle se sentó al lado de la cama en la silla que antes ocupaba Lucrecia y el rey se sentó en otra al otro lado. Lucrecia aprovechó para ir a tomar y comer algo.

Gabrielle no pudo apartar la vista de unas fotos que ahora estaban en la mesita al lado de la cama. Eran las fotos que se había tomado con su madre el día anterior. El rey también las observó, con felicidad. Los dos quisieron tener una foto. Gabrielle quería en la que se reía con la reina y el rey quería aquella en la que hacían una mueca.

El rey empezó a hablarle de cómo iban los asuntos del Reino. Le habló de lo que le había mostrado a Gabrielle en el Palacio y le dijo que tocaba muy bien el piano. Entonces Médéric sacó su celular y puso a reproducir un video. Era Grace con los ojos siempre en el piano y las partituras extendidas. Sí, su versión era aceptable, pero no perfecta. Eran las obras de Schubert y Liszt que había estado tocando. Al final su padre susurraba ¡Es muy buena! mientras se enfocaba a sí mismo y abría los ojos. Y ahí cortaba el video.

Luego Gabrielle se ofreció para seguir leyéndole a la reina. Su padre le dijo que era uno de sus libros preferidos. Era un libro demasiado triste, en opinión de Gabrielle. La pobre Marianela que nunca pudo ser totalmente feliz, en una casa que no era suya, con todos tratándola inferiormente tanto por su ascendencia como por su físico. Sin embargo todos se turnaron leyendo para la reina hasta bien entrada la noche.

El rey y la princesa se fueron de allí y volvieron al Palacio. Gabrielle encontró demasiado molesto dormir ella sola en el pequeño apartamento que había tenido su familia adoptiva hasta esa mañana. Como no pudo dormir fácilmente fue al piano y tocó hasta pasadas las dos de la madrugada. Al caer dormida en la cama quiso dormir por toda la eternidad, como esa princesa del cuento que le contaba Lucrecia cuando era pequeña.

Una sacudida de un hombro la empezó a despertar. ¿Quién era? ¿Su mamá? No. Su mamá la habría llamado desde la puerta. ¿Lucrecia? Probablemente, pero Lucrecia no tenía manos tan grandes. ¿Era su padre?

- Déjame dormir un poco más, papá – balbuceó.

- Gabrielle. ¡Tengo que mostrarte algo! – le dijo su papá, pero su otro papá. El rey, no el alcalde.

- Señor – bostezó –, ¿qué hora es?

- Las cinco y media. ¡Vamos!

Gabrielle tomó su bata y sus pantuflas y siguió al rey hasta el quinto piso. El sueño no se le iba. Sentía que iba a terminar desmayada en el suelo. En su opinión había un riesgo muy alto de que eso pasara. Y aunque todavía no salía el sol, el rey parecía haber estado despierto por horas. Tenía mucha energía su padre, mucha más que Françoise. Tanto que la tomó de la mano y empezó a jalarla mientras corría. Gabrielle llegó a la conclusión de que su papá era un poco infantil.

En el quinto piso el rey buscó una puerta pequeña que tenía unas escaleras metálicas en su interior. Iban hacia arriba. ¿Un sexto piso? Gabrielle siguió a su padre hacia arriba y salieron al techo del Palacio. Se despertó con el viento frío y salado.

Una franja naranja se veía en el horizonte. El amanecer en Yacar. Mitad en la tierra, mitad en el mar. El cielo y las nubes empezaban a adquirir color. El rey la llevó hasta unas sillas de playa puestas allí. Había unas jarras metálicas y vasos del mismo material sobre una caja de plástico. Era como si el mismo rey hubiera puesto todo allí, él solo, como a escondidas. Se sentaron en las sillas y poco a poco vieron la salida del sol. Apenas cruzaban algunas palabras mientras tomaban café negro y muy cargado.

Por fin el sol estaba ya tan alto que las nubes perdían sus colores rosados, morados y naranjas. La ciudad entraba en acción. Los barcos que habían zarpado antes del amanecer ya casi no se distinguían entre las olas. Algunos botes salían al agua. Los autos empezaron a circular. El sonido amortiguado de la ciudad empezaba a llenar el ambiente.

- Es de las pocas cosas que me gustan de Yacar, el amanecer – dijo su padre contemplativo.

- Es una lástima no estar en Hartstown.

- Después de hacer pública tu verdadera identidad, vamos a mudarnos allá.

- Pero creí que la seguridad...

- Era una mentira. Cambiamos el centro administrativo del país para mantenernos alejados de ti.

- ¿Por mí? ¡Señor, eso es irresponsable! ¡Pudieron haberme enviado aquí en vez de hacer lo contrario!

- No es del todo una mentira – se excusó el rey, sorprendido en su capricho –. Pero quería que crecieras en mi ciudad, que estudiaras en mi colegio. Discúlpame – el celular del rey sonó.

Se apartó para contestar. Gabrielle lo vio pararse casi en el borde del techo, contemplando alegre el amanecer. Fue una llamada de menos de cinco segundos. El rey bajó el celular y suspiró. Se quedó contemplando la ciudad por mucho tiempo. Gabrielle empezó a preocuparse por su padre. ¿Qué le pasaba? Médéric se abrazó los codos y suspiró de nuevo. Su quijada estaba en su pecho. Gabrielle se levantó y se acercó a su padre.

- ¿Señor? ¿Padre?

El rey lloraba en silencio con los ojos apretados. Gabrielle no quiso pensar en lo que significaba aquello. Se sintió impotente allí de pie frente a su padre, sin poder decir nada, con su mente embotada. Ay, no, pensó. No quería pensar en que eso había pasado. Era imposible.

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