Primer día, segunda parte: [editado a medias]
Me desperté de la siesta algo atolondrada – las siestas no suelen sentarme muy allá -. Cuando dormía más de una hora al medio día, lo habitual era despertarse más cansada, con dolor de cabeza y con ganas de vomitar.
Aquella vez, como solo había dormido tres cuartos de hora, únicamente me levanté somnolienta y aturdida.
Caminé hasta el armario y saqué una camiseta y un pantalón de chándal. Comprobé con horror que se me había olvidado por completo traerme mis zapatillas deportivas de Zürich.
- Ángela, siento molestarte…- la rubia se dio media vuelta y contestó irritada.
- No lo sientas, ya lo has hecho, dime, ¿qué quieres?
- Es que… me he dejado mis deportivas en la casa de mi padre y no… tengo nada para ponerme con el chándal… me preguntaba si tú… - traté de parecer un corderito degollado para no enfadar más a mi compañera de habitación.
- Abre el armario, abajo a la derecha hay unas Adidas, pruébatelas a ver si te valen y si no ,búscate la vida, estoy ocupada.
- ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! – la di un beso en la mejilla, a lo que ella respondió limpiándose asqueada con la manga de su pijama. – oye tú no sales nunca ¿no? – me miró con cara de asesina. – vale, no he dicho nada. Solo era por tu pijama, dentro de poco va a pasar a ser tu segunda piel si no te lo quitas…
- Cállate o te irás a la práctica descalza.
- De acuerdo – murmuré asustada.
¿Ángela estaría medicada para prevenir brotes psicóticos? ¿Y si no lo estaba? Tal vez un día me apuñalase por la noche…
Me dirigí hacia su armario y lo abrí. Me sorprendió bastante encontrar tan poca ropa: allí sólo había un par de pantalones, una cazadora vaquera y dos o tres camisetas. Efectivamente, abajo a la derecha había unas Adidas blancas clásicas, que, desde mi punto de vista, eran bastante elegantes.
Nunca me gustaron las deportivas plateadas, ni las doradas; sólo me puse unas una vez y me sentí como si fuera un árbol de navidad.
Las cogí y las di la vuelta para mirar el número que suele estar inscrito en la suela. Bueno, eran un treinta y nueve, y yo gastaba un treinta y siete.
Me encogí de hombros, servirían de todas maneras. Cogí una mochila y revisé que llevaba las llaves del coche, mi Mini Cooper rojo - un capricho que mi padre tuvo el detalle de regalarme al terminar el curso, después de mucho insistirle -.
El nombre de mi padre no era otro que el de Alberto Fazzari, dueño y señor de una de las cadenas de hoteles más exitosas de Europa. Él, en un comienzo, tenía la esperanza de que su querida hija se metiera de lleno en el mundo de las finanzas, que estudiara ciencias económicas y empresariales para que, cuando él se jubilara, yo pudiera sustituirle – o al menos formar parte de su empresa y tener un ojo puesto en ella y en sus balances -, pero afortunadamente conseguí convencerle de que la ilusión de mi vida no estaba en los mercados de valores ni en el parquet de Wall Street.
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Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.
ChickLitInés Fazzari acaba de mudarse a Milán para estudiar fisioterapia. Es inteligente, sarcástica y asustadiza. Tiene miedo del amor, de los hombres y de las relaciones serias. Matteo es un futbolista muy famoso, muy guapo y muy insistente, capitán de un...