Sin límite de velocidad.

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Siempre me han gustado los días tormentosos. Me encantan los truenos, los relámpagos y la lluvia, sobre todo cuando tengo que pasar horas y horas sentada estudiando. Pero claro, no es lo mismo estudiar que entrenar. Si no, que se lo pregunten a Matteo.

Él dormía extendido sobre su cama, cubierto parcialmente por su edredón nórdico; yo estaba a su lado, apoyada en su brazo derecho, también dormida.  

Pero como yo duermo con un ojo abierto y otro cerrado, es decir, que tengo un sueño más ligero que un edulcorante sintético, además de los truenos de la tormenta que había en el exterior, sentí también una pequeña vibración en la mesilla de noche seguida por un pitido de lo más desagradable. Me arrastré por la cama, estiré el brazo y alcancé el Iphone de Matteo. Entreabrí los ojos para ver lo que había escrito en la pantalla: “alarma entrenamiento”.

¡Pero si son las malditas seis de la mañana! Me arrimé a él de nuevo, después le sacudí con suavidad para despertarlo.

-       Matteo… - susurré en su oído derecho. Agité la mano, como hacemos cuando algo huele mal, en este caso no olía mal precisamente, olía a porro. – Matteo… - Le sacudí otra vez.

-       Eh… - espetó él. Luego se dio media vuelta, ignorándome.

-       ¡Señor, dame paciencia! - dije entre dientes. – Matteo, despierta. Tienes que ir a entrenar. – esta vez vocalicé alto y claro. Entonces agarré un almohadón y se lo lancé a la cara.

Matteo se incorporó de golpe, sobresaltado. Después se puso en pie de un brinco y abrió el armario de par en par. Se quitó la ropa a tientas, sacó unos calzoncillos de un cajón y se los puso del revés, luego extrajo una camiseta gris de otro cajón y se la puso, también del revés.

-       Entrenar… - gruñía él. Después farfulló unas palabras en un idioma extraño. Tal vez en la lengua de los zombies recién levantados.

Se dirigió al baño y encendió la luz, guiñó los dos ojos, llenos de legañas, por el exceso de luminosidad. Cuando sus pupilas se contrajeron lo suficiente, abrió el frasco de espuma de afeitar y se embadurnó toda la cara. Al segundo se pasó la cuchilla, quitándose la barba de forma irregular. Sus movimientos eran tan torpes que no tardó mucho en hacerse un par de heridas.

-       ¡Au! – se quejó desde el lavabo.

Salí de la cama a rastras, como una lombriz se desliza por la tierra. Llegué al baño y me aclaré los ojos en la pila de al lado. El lavabo de la habitación de Matteo tenía dos pilas, así que teníamos una para cada uno. En la suya había un peine, su cepillo de dientes, la maquinilla de afeitar, alguna cuchilla y la espuma; en la mía había dos cepillos de pelo, un cepillo de dientes, hilo dental, maquillaje, sombra de ojos, rizador de pestañas, tres tipos de desodorante (el que mancha, el que no mancha, el que no te abandona y el que te abandona cuando vas corriendo a clase abrigada hasta las orejas y empapada de sudor), también tenía un frasco de crema hidratante y otro de exfoliante, y, finalmente, algunas cosas más que no merece la pena contar. Había traído todos aquellos bártulos en mi neceser gigante, para cuando me quedara a dormir en su casa.

-       Mírame – le giré la cara hacia mí. Sangraba mucho. Cogí un par de trocitos de papel higiénico  y apreté en las heridas hasta cortar la hemorragia.

-       Gracias gatita. – Dijo él, aún medio dormido. Luego se miró al espejo y descubrió el desastre que se había hecho en la cara.

Le olisqueé un poco, es que, después de una noche entera, seguía oliendo a marihuana.

-       Matteo… - comencé. No sabía como decírselo sin herir su orgullo, sí, ese orgullo tan frágil que tiene.

-       Dime gatita – ahora estaba muy cerca del espejo, quitándose una espinilla, cual adolescente de catorce años en plena erupción de acné.

Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora