Marianna tenía la piel de gallina. La ventana estaba abierta y el aire fresco se colaba en la habitación. Se despertó cuando alguien hizo rugir una moto desde la calle. Fue un amanecer magnífico. Estaba apoyada en el pecho de Alex y podía notar sus latidos y su respiración lenta y profunda. Habían pasado una noche muy especial. Le miró durante unos minutos rogando para sus adentros que aquel instante no acabara nunca.
Cuando Marianna se dio cuenta de que ya eran casi las dos de la tarde dio un brinco y se fue corriendo a la ducha. Mientras, Alex se desperezaba lentamente. Buscó a Marianna con la mano para abrazarla pero no la encontró. Por un momento pensó que se había ido o que se había arrepentido de lo que había pasado pero al escuchar la ducha respiró aliviado.
Se reprendió a sí mismo por dejar que aquello hubiera ocurrido. Alex deseaba con toda su alma acostarse con ella pero se sentía como un hipócrita. Lo correcto hubiese sido contarle toda la verdad para que Marianna pudiera decidir.
Hoy se lo contaría, en la comida. Sabía que le iba a hacer daño, pero era mejor que mantenerla engañada durante más tiempo. Aún así, Alex tenía la terrible certeza de que la perdería si abría la boca. Se debatió durante un rato más pero no llegó a ninguna brillante conclusión. No había forma de volver atrás, lo hecho, hecho está. Y ahora había que apechugar con las consecuencias. Necesitaba hablar con alguien, pedir consejo. Pensó un instante. La mejor idea era llamar a Paolo. Habían sido amigos durante el instituto porque jugaron al baloncesto en el mismo equipo durante un par de años. Comenzaron a llevarse bien y de vez en cuando salían de copas juntos. Fue una de las personas a las que echó de menos al marcharse a Estados Unidos, además de a Marianna, claro.
Le mandó un mensaje para quedar con él a eso de las seis. Le escribió la dirección de Marianna para que viniese a recogerle. Irían a jugar al baloncesto, un uno contra uno. Era, según Alex, la mejor forma de compartir los problemas con un amigo.
Marianna salió de la ducha y se envolvió en una toalla azul muy esponjosa. Después empezó a secarse el pelo. Alex la sorprendió por detrás y le arrebató el secador. Se acercó a su oído.
- Te quiero – le dijo a Marianna en un tono muy tierno.
- Y yo a ti – ella le abrazó con fuerza. – no sabes cuánto te he echado de menos.
El sentimiento de culpa de Alex se hizo aún más grande. Trató de mantenerse sereno, ya encontraría el momento adecuado.
- ¿Quieres que pidamos unas pizzas para comer? – le dijo ella con una sonrisa. La verdad es que no le apetecía nada cocinar.
- ¿Y si las hacemos nosotros?
- No sé hacer pizza… - dijo ella algo avergonzada. Es más, no es que no le apeteciera cocinar en ese preciso instante, es que nunca le apetecía cocinar. Y aquel momento no iba a ser una excepción.
- Si quieres la hago yo y así aprovechas y aprendes. – dijo Alex, a quien por cierto le apasionaba cocinar. Le resultaba muy relajante y en aquel momento le venía de perlas.
- Bueno, pero yo solo miro. – dijo ella no muy convencida – ya sabes que a mí esto de la cocina no me va mucho….
- Ya, pero mi pizza es mil veces mejor que la que traen a casa. – dijo él orgulloso.
- Entonces mi cocina está a tu disposición.
- Eso ha sonado muy mal, Marianna. – respondió Alex con una media sonrisa mientras entrecerraba los ojos.
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Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.
ChickLitInés Fazzari acaba de mudarse a Milán para estudiar fisioterapia. Es inteligente, sarcástica y asustadiza. Tiene miedo del amor, de los hombres y de las relaciones serias. Matteo es un futbolista muy famoso, muy guapo y muy insistente, capitán de un...