Las gradas, la hierba, la portería, el banquillo y yo. Me encontraba en el centro de un enorme campo de fútbol donde dos equipos luchaban por un trofeo. ¡Un momento! ¡El trofeo era yo! Todos los jugadores tenían un ojo en el balón y otro ojo en mí. Hasta el portero me miraba, me tenía miedo. Intenté huir hacia los vestuarios pero no podía moverme. Estaba bloqueada. Entonces le vi. Pude imaginarme a los comentaristas relatando frenéticamente la jugada del siglo. Entre pase y pase, la pelota había alcanzado los pies de Matteo quien haciendo uso de sus trabajados cuádriceps chutó con una inmejorable puntería. Solo había un inconveniente: yo era su objetivo. Fue literalmente un mazazo en mis entrañas. Dolía y cómo. Pensé que del golpe, mi corazón se saldría por la boca y mis intestinos por otro lugar que no mencionaré aquí. El dolor dio paso a las náuseas. Qué terribles ganas de vomitar. El árbitro me miraba con una sonrisa. Me veía retorcerme en el centro del campo rodeada de millones de personas y sonreía como un perfecto idiota. Y fue cuando caí en la cuenta de que el árbitro era mi padre. No me sorprendió. Si hubiera tenido un bote de viagra a mano se lo habría lanzado con mucho gusto a la cara.
- Inés – me decía socarronamente – Inés.
- ¡Inés! – gritó Matteo.
- ¡Inés! – volvió a gritar.
Por fin abrí los ojos y escapé de aquel disparatado sueño. Venanzi me sujetaba la nuca tratando de averiguar si estaba consciente.
- Buenos días – le dije.
- Te has caído de la cama.
Lo bueno que tenía nuestra habitación era la moqueta gracias a la cual el golpe no había sido más fuerte. Y regresaron a mí como los hijos regresan a su padre: las náuseas. Empujé al futbolista a un lado con violencia y me dirigí al baño donde me abalancé sobre el inodoro. Fue una sensación muy desagradable. Matteo me miraba desde la puerta, al principio con preocupación pero luego empezó a reirse.
- Esto no es gracioso – le dije lo más seria que pude.
Era inútil. Hasta yo misma me dí cuenta de lo ridículo de la situación. Sólo me había tomado una copa y media de Martini y estaba como si hubiese arrasado una destilería escocesa.
- Vale. Lo es – recapacité a lo que Matteo respondió riéndose aún con más fuerza.
El futbolista me ayudó a levantarme en mi lamentable estado de resaca.
- Ven, intenta dormir un rato – me dijo con dulzura.
- Lo haría de veras. Pero creo que va a estallarme la cabeza.
Era como si mi cerebro tratase de escapar del cráneo presionándolo con fuerza. Era un dolor de esos que tenemos durante la gripe o cuando estamos muy resfriados pero más intenso. Matteo contemplaba la escena con diversión. Lo que yo no sabía era la cantidad de ocasiones en las que el futbolista había pasado por resacas similares. Venanzi abrió su maleta y sacó un pequeño neceser del cual extrajo una pastillita.
- Tómate esto. Te sentirás mejor – fue cuando yo me pregunté si a Matteo cuando era pequeño le gustaba jugar a los médicos.
- Sí doctor – le dije pícaramente.
- No me provoques – rió él – no estás en condiciones de defenderte.
- Siempre puedo vomitarte en la cara – no lo decía en broma. Aún tenía náuseas y a ningún chico en su sano juicio se le ocurriría acercarse a mí. Venanzi, que no iba a ser menos hizo ademán de alejarse un poco.
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Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.
ChickLitInés Fazzari acaba de mudarse a Milán para estudiar fisioterapia. Es inteligente, sarcástica y asustadiza. Tiene miedo del amor, de los hombres y de las relaciones serias. Matteo es un futbolista muy famoso, muy guapo y muy insistente, capitán de un...