Heridas que sangran y heridas que sanan

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Maia avanzaba por en medio de la ciudad como si una temible bestia hambrienta estuviese persiguiéndola para quitarle la vida y devorarla

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Maia avanzaba por en medio de la ciudad como si una temible bestia hambrienta estuviese persiguiéndola para quitarle la vida y devorarla. Su corazón latía a todo galope, golpeándole el pecho cual si fuese un niño insolente haciendo rabietas. Las manos le temblaban y había comenzado a sudar de manera copiosa. ¿Por qué sus malditos recuerdos no la dejaban vivir en paz? ¿Por qué siempre se disparaban aquellas torturantes imágenes en los momentos más inoportunos? Cualquier momento que fuese más estresante de lo normal para la chica y que, además, involucrase la participación de otras personas, resultaba en una grave amenaza. Casi siempre terminaba por convertirse en un serio ataque de pánico. La muchacha estaba harta de huir, agotada de andar por la vida como una prisionera desvalida que era atacada por sus propias quimeras. Si tan solo fuese capaz de apagar el tono de burla de las voces, la malevolencia de las risas, el desprecio de los ojos, el odio en las palabras... Quizás, solo quizás, podría ella detener el perenne sangrado de las heridas que le despedazaban la existencia...

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El cielo exhibía una gran cantidad de nubes grises en aquella mañana apagada de mediados de año. La lluvia parecía estar por aparecer en escena. Maia llevaba puestos una blusa y un pantalón negros bajo una larga gabardina del mismo color. Sobre su espalda, reposaba el estuche oscuro que protegía a su amado violín. El gorro que le abrigaba la cabeza y los botines en sus pies iban a juego con el resto de la vestimenta. Incluso el maquillaje sobre los párpados de ella le mostraba al mundo la misma oscuridad y, al mismo tiempo, recubría las ojeras azulinas que nacían a causa de los desvelos y del llanto recurrente. El único contraste notorio con aquellas prendas monocromáticas lo establecía la palidez enfermiza de su piel y el intenso pedazo de cielo atrapado en sus iris. La expresión sombría en el semblante de la muchacha se había convertido ya en su sello personal desde hacía mucho tiempo, pero se había acentuado desde que doña Julia ya no caminaba entre los vivos. No había nadie que reavivara la llama casi extinta en que se había convertido la existencia de la joven López.

Maia deseaba evitarse aunque fuera uno de los muchos malos ratos que tendría durante sus largas jornadas de clases. Por esa razón, había comenzado a irse a pie varios minutos después de que los hijos de doña Rocío se marchaban. Estaba harta de las bromas pesadas y los comentarios hirientes que estos le lanzaban día tras día. Ya tenía suficiente con las groserías del resto de los compañeros como para soportar aún más improperios desde tan temprano. Ni siquiera respetaban el hecho de que estaba de duelo por el fallecimiento de su madre. Por el contrario, el fatal acontecimiento les había brindado material adicional del cual nutrirse para fastidiarla y lastimarla. Trataba de evitarlos tanto como le era posible, pero no siempre podía escaparse de ellos. Y aquella mañana sería una de esas en que la suerte no estaría de su lado. Justo antes de doblar la esquina que conectaba con la calle en donde se ubicaba el centro de estudios, la chica se encontró de frente con los tres varones Escalante, en mitad de un callejón solitario.

—¡Mirá, pero si es la turrita otra vez! ¡Tan estúpida ella! ¿Acaso no entiende que acá no hay lugar para chirusas? ¡Rajá de acá, maldita emo de mierda! —espetó Mauricio, mientras empujaba a Maia contra la pared.

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora