Una velada encantada

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Cuando Maia comía, se concentraba por completo en saborear cada porción del alimento que tuviese en sus manos, sin importar cuan sencillo fuera

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Cuando Maia comía, se concentraba por completo en saborear cada porción del alimento que tuviese en sus manos, sin importar cuan sencillo fuera. Le encantaba hacer ese tipo de cosas en total calma. Incluso cerraba los ojos en determinadas ocasiones, para así evitar cualquier distracción que la hiciera olvidarse del sabor que inundaba sus papilas gustativas. Justo eso había estado haciendo mientras desayunaba ese día en el parque. Adoraba la dulzura de la papaya y de la sandía, así como el agridulce jugo de la piña. Estaba tan enfocada en degustar los sabores que no se percató de la llegada de Darren al sitio. Transcurrieron varios minutos sin que ella pudiera verlo, a pesar de que él se encontraba a unos pocos metros de la banca sobre la cual estaba sentada. Solo abrió los ojos de nuevo hasta que estaba terminando de masticar los últimos bocados de fruta. Fue entonces cuando la escena que se desarrollaba en frente de ella llamó su atención al instante.

Había una silla de ruedas vacía y, delante de la misma, un muchacho alto avanzaba a paso lento con gran esfuerzo. No tardó mucho tiempo en caer al suelo, pues parecía no ser capaz de caminar más. La muchacha supo que él no se encontraba bien en cuanto lo miró sostenerse la cabeza con ambas manos y bajar la mirada. Luego, lo observó recostarse boca abajo y comenzar a deslizarse sobre la tierra con ayuda de sus brazos. Aquella maniobra transcurría ante los atónitos de ojos de Maia como si de una película se tratase. "¿Estaré viendo bien? Ese es el chico del cementerio, ese es... ¡Darren! ¡No puede ser!" La jovencita de inmediato recibió una fuerte descarga de adrenalina. Se sorprendió todavía más al percatarse de que no sentía deseos de huir, como era ya tan habitual en ella. Por el contrario, estaba experimentando un gran deseo de acudir en auxilio del muchacho. "¿Qué carajos me pasa? Parezco drogada", pensaba para sí, mientras se aproximaba al chico que batallaba por llegar al asiento. Le temblaban las manos pero, aun así, extendió el brazo y le tocó la espalda con la punta de los dedos.

—¿Me permitirías que te ayude? —preguntó ella, intentando sonar amable y no como una bola de nervios parlante, ya que así se sentía.

Maia se arrodilló al lado de Darren y se quedó viéndolo fijamente. "¿Y si le molesta que le ofrezca mi ayuda? ¿Pensará que lo hago por lástima? Quizá no debí tocarlo sin su permiso". Cuando él por fin la miró a los ojos, a la muchacha se le tensaron los músculos del estómago. La expresión en el rostro del chico la hizo creer que lo había asustado, pero el rubor en las mejillas de él no tardó en aparecer. "¿Estará tan nervioso como yo?" Cuando lo observó abrir y cerrar la boca repetidas veces sin pronunciar palabra alguna, obtuvo la respuesta a su interrogante. "Sí, está incluso más nervioso que yo". Después de un silencio un tanto incómodo, el joven hizo un gesto con la cabeza que indicaba su aprobación con respecto al ofrecimiento de ayuda.

—Dale, entonces. Pasá el brazo por detrás de mis hombros y sostenete fuerte. Cuando estés listo, decímelo y nos levantamos juntos, ¿está bien?

Darren volvió a mover la cabeza de la misma manera. Conforme iba pasando su brazo por la espalda de Maia, la chica sentía como si le estuviesen administrando pequeñas descargas eléctricas en cada punto de contacto. Ninguna persona de las que conocía, mucho menos un varón, había tenido esa cercanía física con ella. Con excepción de doña Julia, la muchacha detestaba que la abrazaran. Sin embargo, el calor del brazo del chico no la incomodaba. Le causaba sensaciones extrañas, mas estas no eran desagradables. Cuando la mano de él se posó en su hombro, ella lo escuchó carraspear con fuerza, como un enfermo de gripe.

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora